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miércoles, 31 de diciembre de 2014

La cuenta regresiva.

Este año escribí menos que ningún otro. Mucho menos. Cuatro entradas en doce meses es algo de lo que no me siento orgullosa, pero la verdad, escribir era hacer las cosas reales y muchas de esas cosas quedaban mejor como un secreto a voces en mi cabeza.

Existen temporadas en la vida en las que todo parece cambiar y el 2014 representó definitivamente una etapa de transición para mi. Después de permanecer en ese letargo pendejo durante más tiempo del que me hubiera gustado, finalmente pude tomar las decisiones correctas. Criticadas y no políticamente aceptables, pero correctas al fin.

Con el fin de echarme porras y echarles porras a todos allá afuera, a quienes esa cuenta regresiva de año nuevo les pone los ánimos por los suelos y las lágrimas por los cielos, haré mi cuenta regresiva de las palabras, las desiciones y las acciones que valieron la pena este año. Que me ubican en un punto diferente, que me hicieron feliz, que me rompieron la rutina y me sacaron del "soy la misma mierda de hace 365 días" que suele romperme la madre para estas fechas:

1. Fui a la boda de una de mis mejores amigas. Y no lloré. Y me divertí. Y me puse ebria y bailé toda la noche. Sé que puede parecer lo que cualquier persona normal haría, pero estaba siendo una verdadera tragedia para mi. Era un sutil recordatorio de que la edad casadera estaba tocando mi puerta, de que era la primera de quién sabe cuántas que me iban a caer como arroz y que yo, de verdad, ni tantito emocionada por que me "llegara la hora". Sin embargo, después de morderme la lengua y aguantar como las hembras (porque los machos, la neta, no aguantan nada), logré sobrevivir al vestido, al maquillaje, a los veinte mil pasadores deteniéndome el pelo y a la cruda del siguiente día.

2. Renuncié a un trabajo que me hacía infeliz, sumamente infeliz. Hacía crecer mi currículum, pero me mataba el alma cada día. Lo peor es que no me daba cuenta de lo mucho que me había cambiado, hasta que Sol me lo dijo un día que llegué mentando madres por enésima vez. "Piénsalo, ¿de verdad te hace feliz?". Y pues no me hacía, pero ya había adoptado el mal hábito de estar encabronada con la vida y sentirme miserable, llevándome preocupaciones a mi casa y desquitándome con todos a mi alrededor. ¡Qué rápido se acostumbra uno a la mierda!

El día que renuncié, hubiera querido poder grabar la cara de mi jefe. Después de bajarme el autoestima con sus constantes "dudas" acerca de mi capacidad creativa y de no subirme el sueldo y de ponerme en chingo mil periodos de prueba, el que no pasó la prueba fue él. Y no, no tenía back up plan, pero dicen que en la vida hay que escombrar lo malo para que haya lugar para lo bueno. Tan pronto como decidí que iba a renunciar, me brilló una luz en el camino. Para cuando lo hice, ya tenía un mejor trabajo. Aur revoir, hijo de puta.

3. Me hice un tatuaje, pero más importante aun, le dije a mis papás antes de hacérmelo. Big, big deal. Durante toda mi infancia y adolescencia se me repitió hasta el cansancio que los tatuajes y las perforaciones eran para maleantes, convictos y drogadictos. Y yo que siempre me volví loca por las dos cosas, vi sumamente irreal la posibilidad de hacerme un tatuaje en un lugar en donde me diera el sol. Cuando le dije a mi mamá, por poco me arranco las uñas de los nervios. Durante meses desvió la mirada para "no ver" los veinte centímetros de deshonra y hasta la fecha no se habla del tema. Pero es mi piel, es mi cuerpo y es mi pinche gusto.

4. Viajé sola y viaje gay. A ver, había viajado sola antes, desde los 15 años. Camiones, vuelos nacionales, vuelos internacionales, manejando y como pude. La cosa es que esta vez fue diferente. Me fui a conocer a gente increíble, todos con proyectos increíbles, todos trabajando a favor de los derechos de la comunidad LGBTI. A mi madre le dio un ataque, incluso con la versión censurada de que fuera un "congreso por los derechos sexuales de las mujeres". Mujeres lesbianas y trans, pues, es lo que no mencioné. Durante una semana estuve rodeada por personas de mente amplia y corazón más amplio. Volver a la "vida real", llena de discriminación y roles de género caducos fue más fuerte de lo que pensaba.

5. Fui a "la marcha" del D.F. Y no sólo eso, iba hasta adelante, ondeando una bandera gay gigante y sonriendo como pendeja. A los 17 asistí la primera vez a una marcha gay aquí en Mérida y salí en el periódico. Me dio pánico que alguien lo viera, pero no dejé de ir a las siguientes. Volví a salir en el periódico algunas veces, incluso en la marcha de este año. Es difícil no protagonizar cuando somos tan pocos en las calles. La marcha del D.F. fue una experiencia diferente. Mares de personas caminando por nuestros derechos, por la visibilidad, por todo. Casi empezando, me encontré con un grupo de madres que iban marchando justo detrás y platiqué con una de ellas brevemente. Terminé llorando cuando me preguntó por mi mamá y le dije que ella no marcharía jamás. Me respondió con puro amor de madre y un abrazo, se convirtió en una tía consentidora por un minuto y caminé más fuerte que nunca.

6. Me puse vergonzosamente ebria. Fui la borracha del bar que le coqueteaba a la mesera guapa y que se reía de absolutamente todo. La gran noche está documentada en fotos y video, incluso mi diálogo más tarde, con el taxista, en el cual lo invitaba a quedarse al after en mi casa. No había after, no había alcohol, sólo el coctel horripilante que decidí pedir "para llevar" en un vaso de plástico de un litro, como agua fresca. No sé hace cuantos años no me ponía así de borracha, pero sí sé por qué no lo había hecho de nuevo. La cruda era digna de internarme en un hospital, no pude levantarme de la cama hasta después de medio día, después de vomitar mi bote de basura y tomarme una botella de suero.

7. Confesé. Un montón de cosas que traía yo entre el pecho y la espalda, finalmente salieron a la luz. Por lo menos a un espacio pequeñito y privado, pero lleno de luz. Malos amores y cosas sin solucionar, traumas, pendejadas, recuerdos fallidos y sospechas infundamentadas que luego se fundamentaron. Una vez que salieron a la luz, fue fácil atar cabos y entender, entenderme, dejar de presionarme y de atosigarme por cosas que no dependen de mi, al final. A veces pensamos que el compartir nuestras debilidades nos hace débiles, pero en realidad no hay debilidad más fuerte que la que asumes y te termina edificando.

8. Me puse medias de red. Los veinticinco millones de razones que había acumulado a lo largo de veinticinco años me habían hecho pensar que no podía utilizarlas, a menos que fuera en un disfraz. El primer día del año me amaneció en unas medias de red negras, de esas que tienen la línea putona a lo largo de la pierna. Y un vestido que nadie me obligó a usar. Y la boca roja. Porque sí, chingadamadre, porque me lo merezco. No odio mi cuerpo, ni me da vergüenza, ni tengo la necesidad de cambiarlo para entrar en ningún pinche estándar de belleza o expectativa familiar.

9. Pedí ayuda. A lo largo de mi vida, había escuchado infinidad de veces que el tratar de hacer todo "yo solita" era un mal hábito. Lo escuché, una, mil veces, jamás hice caso. Era, hasta cierto punto, una medida de supervivencia. El no esperar "nada" de nadie, el no necesitar, el salir del bache sin ayuda, el no ser una molestia. Eso me ponía en un lugar que yo consideraba privilegiado, pero me hacía sentir sumamente sola y, muchas veces, me ahogaba en estrés y frustración. Hace poco alguien logró convencerme de que me merecía esa ayuda, que no me hacía menos fuerte, ni menos capaz, que al final las personas pueden no darte exactamente lo que necesitas, pero nada pierdes con estirar la mano y recibir lo que te toca.

10. Me enamoré. No la vi del otro lado de la calle y supe que me iba a casar con ella, ni nos besamos esa misma noche, ni nos coqueteamos sutilmente desde el minuto uno. La realidad es que tanto ella, como yo, estábamos de mierda hasta el cuello cuando nos conocimos y nos hicimos amigas, nos ayudamos a olvidar y a dejar ir, y cuando finalmente fuimos libres, pudimos vernos con otros ojos. Estábamos tan ciegas las dos que cuando abrimos los ojos, ya nos amábamos hasta los huesos.

Empecé, como siempre, tropezándome con las piedras que yo solita me ponía en el camino, cagándome en todo lo cagable por terminar enamorada de una amiga y el riesgo mortal de perder esa amistad por sentirlo. Bastó un amanecer frente a las olas del mar para que todo estuviera dicho. No hubo un beso, como en las películas. Nadie aplaudió. Estar sentadas una junto a la otra viendo en la misma dirección fue suficiente. Eso y sentir su mano en mi espalda. Hoy no me puedo imaginar algo mejor que el olor de su cuello y la maravillosa combinación de la luz sobre su piel justo antes que despierte. Y no tengo problema en reclamarlo como mío porque, al final, sé que me lo merezco.

¡Feliz 2015, asiduos lectores!

Y feliz 2015, mi amor.




lunes, 8 de diciembre de 2014

Visibilidad

Durante mucho tiempo me dio ansiedad ir tomada de la mano de alguien. Mucho, mucho tiempo. El terror de que me vieran y mi mamá se fuera a enterar era suficiente para no querer exponerme a la vista de nadie. No es como que me fuera escondiendo por la vida, pero ciertamente le ponía un poquito de cuidado a cuándo y en dónde.

Hace relativamente comencé a recordar acerca de mi adolescencia. De lo pinche que fue, de lo sola que me sentía. Incluso escribí un post al respecto. No tuve una sola referencia positiva acerca de la homosexualidad mientras crecía, una sola. A mi alrededor, ser gay era ser mal visto, era que te tuvieran lástima, era ser una loca poco respetada. ¿Mujeres gays? Ni una. Hasta que no tuve como 14 años, jamás conocí de primera mano a ninguna mujer que fuera gay, mucho menos que lo dijera abiertamente.

Y eso me jodió, y me jodió mucho. Una niña de 12 años puede tolerar hasta cierto punto de soledad antes de cerrarse en sí misma, que fue lo que me pasó. No tenía forma de dar un paso adelante sin sentirme insegura, incomprendida, sola y sumamente extraña. La idea del exilio siempre estuvo en mi cabeza. Tenía dos opciones: o reprimía lo que sentía el resto de mi vida y mantenía las cosas en paz con mi familia, o me iba a hacer mi vida a otro lado, lejos, en donde nadie pudiera juzgarme, en donde nadie pudiera decepcionarse de mi.

No había forma de saber que habían más como yo, que habían más mujeres como yo, que no eran motivo de burla, que no eran motivo de lástima, que no eran mal vistas, que en realidad eran mujeres exitosas y felices y rodeadas de familia y amigos.

Y entonces traté de imaginar cuántas niñas como yo siguen existiendo en el mundo, en México, en mi ciudad, en mi pueblo. Cuántas niñas se sienten solas, incomprendidas, jodidas, destinadas a ser infelices para no ser abandonadas. Cuántas están creciendo en un hogar religioso en el cual les enseñan que lo que son y lo que sienten es un pecado, que se van a ir al infierno, que se las va a llevar la chingada, que no tienen derecho a ser felices, que no tienen derecho a sentirse plenas. Cuántas están mentalmente resignándose a casarse con el primer pendejo que se les ponga enfrente para quitarse los ojos de encima, para que nadie sospeche, para tener contenta a la familia.

Decidí dar un paso adelante por todas ellas, pero también por mi misma. Me gusta pensar que cada vez que mi novia y yo caminamos de la mano, estoy haciendo algo sumamente importante: ser visible. Definitivamente mi vida hubiese sido más fácil de haber visto a una mujer de la mano de otra mientras crecía.