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jueves, 17 de enero de 2013

Las líneas.


Hay noches como ésta, en la que aparecen canciones como ésta y mi cabeza se alinea con alguna estrella, allá arriba.

Una serie de eventos desafortunados para mi, afortunados para ti, que te gusta que te piensen. Pinche protagónica.

Son las noches en las que no necesito ninguna de las fotos que ya borré, ni siquiera aquella en la que tenías un cigarro en la boca y mirabas a la cámara con soberbia, ni siquiera la del anillo que siempre quise y nunca te dije. Ninguna. Ni una sola letra escrita en un papel amarillo que haya tirado a la basura. Ni la única pinche fotografía que tenemos tu y yo.

Nada. Nada. Nada.

Lo tengo todo en la cabeza, tengo cada gesto, cada juego de palabras, la textura de tu cabello, el frío de mis manos, tu brazo sobre mi espalda, el pararme de puntitas, las películas, el crujir de las tablas bajo mis pies, las obscuras manchas bajo mis ojos, las canciones, las estrellas. Lo tengo todo. No porque quiera, si no porque ahí está, en el cajón de todos los recuerdos que están, aunque no lo quiera más.

Aunque no te quiera más.

Y están también los malos, los que ya sabes y estás hasta la madre que te reclame. Pero de esos yo ya no te digo nada.

Lo tengo todo y aparece cada que cierro los ojos, ésta noche, como una melodía sin tiempo reproduciéndose en una pianola.

Y entonces se me llena el pecho de no sé qué. De decepción, supongo, de frustración, de berrinche.

Me viene a la cabeza el recuerdo de mi, a los cuatro años, tratando una y otra vez de dibujar un arcoíris, y llorando amargamente cada una de ellas porque las líneas me salían chuecas. Me viene a la cabeza, entonces, el recuerdo de mi, tratándonos una y otra vez de dibujar un camino por el cual viajáramos las dos juntas y llorando amargamente cada vez porque el camino siempre se borraba antes de terminar. Me viene a la cabeza, finalmente, el recuerdo de mi, tratando una y otra vez de dibujar dos caminos que se intersectaran de vez en cuándo y llorando amargamente cada vez porque...

Tu sabes por qué.

Ni siquiera quiero estar contigo, carajos. Ni siquiera tendría una relación contigo a éstas alturas de mi vida. Pero tu eres la primera en alegar la puta amistad incondicional y también la primera en hacerme una peineta con el dedo cada vez que cambia el sentido del viento.

Y yo te quiero, a pesar de ti. Y me decepciona que, además, seas pésima amiga.

Me rompió el corazón que no hayas estado, hace diez días, que a mi vida se le cayó un pedacito. Sabiendo que sólo contigo me salen las palabras. Porque la mierda nos había llegado hasta el cuello y más arriba, pero siempre habíamos estado. Y no estuviste.

El reloj, ahora sí, me suena como martillazos. Porque a ti ya se te olvidó, pero a mi no se me olvida nada.

Me viene a la cabeza el recuerdo de mi, a los cuatro años, tratando una y otra vez de dibujar un arcoíris, y llorando amargamente cada una de ellas porque las líneas me salían chuecas. Mi mamá me dijo "pues dibuja otra cosa".

Y dibujé otra cosa.

Y dejé de llorar.

lunes, 14 de enero de 2013

Catarsis

Hasta el momento en el que alguien trató de convencerme de lo contrario, jamás me había dado cuenta de cuánto amaba mi cuerpo.

Mis padres me enseñaron a amar a los animales, a amar la lectura, el orden, el medio ambiente, la música... por desgracia  no me enseñaron a amar mi cuerpo. Y viendo en retrospectiva, entiendo ahora que la única razón es por que no sabían cómo.

Crecí amando todo lo que me dijeron que era bueno, pero con una vaga idea que se fue haciendo más firme: así como esperaban que fuera más ordenada y más obediente, también esperaban que fuera más flaca. Luego entonces, entraba en la lista de contras: des-ordenada, des-obediente, des-flaca.


Crecí sabiendo, gracias a mis padres, que era inteligente, divertida, ocurrente, creativa, que tenía un corazón enorme y que valía muchísimo, lo cual les agradezco con el alma. Pero entre líneas se me escapaba el hecho de que a pesar de todo lo que valía, valdría mucho más, si pesara mucho menos.


Son esas cosas que traes en la cabeza, programadas, y no las reflexionas mucho. Siempre hubo algo sobre mi que me molestaba, me hacía ruido y no me cuadraba, pero nunca le presté demasiada atención, por no querer hurgar hacia adentro.


Mirarse al espejo y que me gustara más la ropa cuando estaba en el gancho, siempre fue "lo normal", por ejemplo. Ser introvertida, desconfiada, miedosa. Tener todo eso dentro de mi cabeza, tener las respuestas, las ideas... y quedarme callada, por tener miedo a alzar la voz y que prestaran demasiada atención en mi.


Eso, sumado a que dentro y fuera del núcleo familiar, no conocí a una sola mujer que proclamara el amor a su cuerpo, me hizo deducir que así eran las cosas.


Miles de paradigmas que no ponía el tela de juicio: mi cuerpo no era digno de aplaudirle, los tatuajes y los piercings eran de maliantes, las niñas se ven más bonitas de cabello largo y vestido. Y así nos vamos de largo con todos los pequeños detalles que tus padres esperan que tengas, que tus abuelos esperan que te gusten, que tus tíos esperan que hagas, que cualquiera que forme parte, incluso indirectamente, de tu vida, cree que tiene derecho a esperar. Y te pierdes en ellos.


Antes de cumplir trece años, sentía que todos esos paradigmas, con los cuales había crecido tan cómoda, me estaban quedando chicos. Me estaba cansando de ser lo que alguien más esperaba. 


Me cuestioné, por ejemplo, por qué tendría que seguir teniendo el pelo largo. No encontré una sola razón y me lo corté, para sorpresa de mis papás. Cuando tenía quince, estaba se-gu-ra que los piercings no eran de maliantes y me hice uno.


Para ese entonces, también me había cuestionado acerca de lo que "la gente" opinarían acerca de que estuviera enamoradísima de una mujer, pero decidí que no me importaba y me atreví a no quedarme callada.


Por aquellos días, alguien me dijo que se llegaba a la verdadera felicidad cuando lograbas que quien eres, quien quieres ser y quien dices que quieres ser fueran la misma cosa. Comencé a buscar que eso sucediera, desesperadamente. Y lo sigo buscando, todo el tiempo: ser coherente conmigo misma.


Los paradigmas que traía yo programados se fueron rompiendo, me fui atreviendo a hacer, a decir, a pensar, fui levantando la voz, teniendo confianza. Me di cuenta de muchas cosas: de que era más feliz, por ejemplo, de que, de repente, me veía más bonita, de ya no habían tantas cosas que me molestaban de mi, de que la ropa empezaba a darme igual descolgarla del gancho, porque igual no se me veía tan mal.

Cuando fui consciente de eso, entendí que lo que estaba pasando era que empezaba a gustarme a mi misma por dentro y por fuera. Y que estaba comenzando a quererme. Y así me fui queriendo más y más, hasta que me enamoré de mi y de mi cuerpo. Y estuve orgullosa de quien elegí ser, de lo que elegí hacer, decir, pensar, decidir.


No quiero decir que me convertí en la mujer más segura de sí misma del universo, porque no es así. Seguía siendo insegura, seguía teniendo issues, seguían habiendo días malos -y los sigo teniendo- pero los buenos los superan por mucho. Era consciente de que estaba a gusto conmigo misma, de que era feliz... pero dicen que no te das cuenta de lo que tienes, hasta que lo pierdes.


Y hasta el momento en el que alguien trató de convencerme de lo contrario, jamás me había dado cuenta de cuánto amaba mi cuerpo y de cuánto miedo me daba perder todo ese amor. Pero también me daba terror perder "el otro amor" y estuve en jaque. La persona que más amaba en la vida, la única e inigualable, no estaba conmigo porque yo no me veía como ella esperaba que lo hiciera.

Me llevó mucho tiempo procesar la idea. Principalmente, porque no quería procesarla. ¿Quién quiere darse cuenta de que "no se es suficiente" para la persona que ama? Lo dejé en pausa muchísimas noches, sin hacerme la necesidad de decidir. No sé en qué momento, me atreví a cuestionarlo, a cuestionarme... por amor, o por estupidez, según lo quieran ver, pero lo hice. Consideré la posibilidad de cambiar "por amor", aunque en realidad ella nunca me lo pidió, pero luego la dejé en pausa también. No quise decidir por muchos días, por muchos meses. 




Y entonces, me aburrí de mi misma y de mi ambigüedad y de mi falta de huevos. No la estaba poniendo en pausa a ella, me estaba poniendo en pausa a mi. Y después de no sé cuánto tiempo de pensar cómo iba a hacer las cosas, las hice... y fabriqué un momento decisivo, en el que a simple vista, quien estaba decidiendo era ella, pero la cruel realidad era que necesitaba un ultimátum, necesitaba decidir en voz alta.


Decidí por mi, por supuesto. 


"No me puedo imaginar en una relación, después de lograr cumplir la eterna lista de los requerimientos que usted supone, sumergida en ataques de pánico con respecto a lo que espera o no de mi. Llevando las de perder, por supuesto, imaginando las incalculables posibilidades de que no logre cumplir el estándar de calidad y usted me abandone." 

Y me pedí perdón, por tardarme tanto en hacerlo. Y me dolió haber puesto en juego el amor a mi cuerpo que tantos años me costó descubrir. Y se convirtió en esos momentos catárticos de la vida en los que entiendes muchas cosas y te liberas de muchas más.


Me amo más que a cualquiera que yo ame.


Como cualquier amor, no es perfecto. Hay días que no me soporto y quiero mandarme al carajo, hay días que me despierto con ganas tirarme a la basura. Pero me amo, incondicionalmente. Y lo que sea que tenga que cambiar de mi alma o de mi cuerpo, lo cambiaré por amor a mi. No por condición, no por presión o por miedo.


Fue catártico, asiduos lectores.


Espero que sea de esas cosas que lees dos veces y te abren los ojos.