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martes, 12 de noviembre de 2013

El beso y su ausencia.



Conocí a Enrique en Diciembre del año pasado.

Me encontró tirada en un camastro en la alberca de un hotel, muy, pero muy cercana a cruzar el límite de tolerancia hacia mi familia. Le colgué el teléfono por tercera vez a mi abuela, con quien compartía el cuarto, diciéndole que no iba a subir pronto, que quería estar sola y no tenía sueño.

Eran casi las diez de la noche y la alberca estaba desierta. El frío había hecho que, uno a uno, todos los huéspedes del hotel se fueran metiendo al restaurant. Llegó poco después de que se fuera la última persona y se sentó tres o cuatro camastros después del mío. Jeans, camiseta negra, sudadera, converses y gorra. No alcanzaba a distinguir si era hombre o mujer por la poquísima luz que se filtraba debajo de su gorra y porque su cara era de lo más ambigua. Y su ropa también. Y traía tantita melena. Y, la verdad, tampoco alcanzaba a distinguir curvas.

¿Qué pedo?

Me picó la curiosidad, pero no estaba yo como para acercarme a socializar. Me estaba tragando unas Pringles y un Té Arizona como cena, era para lo único que me alcanzaba. Había dejado mis cosas en el cuarto y entrar a buscarlas, significaba jamás volver a salir. Traía puestas unas botas de nieve, unos leggins gruesos y un suéter gigante. Debajo, solamente una blusa delgada. No había punto medio: o era un tamal de tela o me cagaba de frío.

Mi realidad poco favorecedora mató al gato antes de que la curiosidad lo matara, así que me acomodé boca arriba a hacer absolutamente nada más que comer Pringles con la delicadeza de un jabalí.

Quien fuera que estuviera sentado a cuatro camastros de mi, tenía buen gusto musical, pero poca educación. Incluso con los audífonos puestos escuchaba su música. Opté por quitármelos y joderme con su playlist. Me asomaba discretamente y por más que trataba de enfocar, no detectaba algo que resolviera si era Victor o Victoria. Si era Victoria, con esa pinta, definitivamente era de las Victorias que bateaban de mi lado.

Me cachó mirándolo y no me quedó de otra que sonreír educadamente y levantar la mano como idiota.

Y el idiota se volteó sin contestarme. Me ignoró. Hijo de la gran puta. ¿No me vio o me ignoró? HIJO DE PUTA.

Bajé la mano como un resorte y aparté la vista.

Me desparramé en el camastro y me volví a poner los audífonos. No habían pasado ni quince minutos, cuando pegué un grito al darme cuenta que había alguien sentado a diez centímetros de mi. Me arranqué los audífonos y me hice para atrás mientras el hijo de puta que me había ignorado el saludo, me decía "Hey, I'm Enrique, wanna talk?" con un acentito pedorro que no logré distinguir a la primera.

Le dije que sí, medio mamonamente y nos dimos cuenta que los dos hablábamos español. Intercambié los clásicos comentarios acerca del clima en plan "hace.frio.no.si.bastante.ayer.habia.menos.ah.ok" y luego no supe qué más decir.

Él, sin embargo, sí sabía.

- ¿Eres mexicana, no?
- Si.
- Yo soy de Venezuela. De Maracay. Llevo tres días acá y no te había visto.
- Llegué hace un rato.
- ¿De dónde, que traes toda esa ropa de invierno? - no esperó a que contestara - Si hace frío, pero no tanto. ¿Vas a estar aquí todo el fin de semana?
- No, me voy mañana al medio día.
- ¿Tan pronto? ¿A dónde te vas? - no esperó a que contestara - Deberías quedarte. Mañana iré a la playa.
- Ya tengo mi boleto y no vengo sola, pero para la chinga que me espera llegando a mi casa, preferiría quedarme, créeme.
- ¿Qué chinga?
- Familia de visita.

El sujeto se aventó una palabra extraña por cada diez que decía. No sabía yo que los venezolanos hablaban así, de verdad que no. La mitad de las veces, sin importar lo que me preguntara, no tenía tiempo para responder... pero funcionó de alguna forma, porque platicamos como dos horas y me reí como loca.

Después de cagarnos en nuestros respectivos presidentes, en la religión y en el mundo, le conté que era bisexual y que solo había tenido relaciones con mujeres. Él me contó que tenía novia y yo me aguanté las ganas de decirle "qué lastima, pana". Le conté que recién me había graduado y el me contó que acababa de entrar a la universidad. Tenía 19 años, el venezolano. Guardé las garras.

Como a la una de la mañana, la temperatura bajó demasiado y decidimos entrar. Él no paraba de bostezar, pero no paraba de hablar, tampoco. Le dije que era mejor que nos fuéramos a dormir, que los dos teníamos que despertar temprano y me dijo que si, un poco de mala gana.

Saqué mi tarjeta para ver el número de cuarto y resultó que, no solo estábamos en el mismo piso, si no que yo era el 419 y él, el 412. Divertidísimos y ahogando la risa al pasar por la recepción desierta, nos metimos al elevador y presioné el botón con el número 4.

Antes que se cerrara la puerta, entraron cuatro gringos cuarentones con sus señoras esposas oliendo a tequila. Nos pegamos hacia uno de los lados y seguimos hablando en voz bajita. Los gringos salieron en segundo piso y nos dejaron a los dos pegados, hablando en voz bajita. Me quedé callada y le sostuve la mirada, pero por dentro estaba como venado lampareado.

Él se estiró y volvió a presionar el botón del cuarto piso y no hablamos hasta que la puerta se abrió.

Me iba a despedir al salir del elevador, pero me dijo que me acompañaba a la puerta de mi cuarto, al final del pasillo. Mientras caminábamos, intercambiamos números telefónicos y demás cortesías. Cuando llegamos a la puerta, Enrique traía las pupilas como si se hubiera metido una línea de coca... hasta la fecha no sé si ésto es cierto, o me lo estaba imaginando.

Nos despedimos y me abrazó. A mi los músculos de la espalda y de los brazos se me quedaron quietos y no supe qué carajo hacer. Jamás en la vida, nunca, nunca había tenido encuentros del cuarto tipo con un tipo. Enrique me iba a besar. Me iba a besar. Me iba a besar.

Me apretó mientras me decía que qué bueno que nos hubiéramos conocido y se alejó sin soltarme los brazos. Me dio un beso en cada cachete y se hizo unos pasos hacia atrás con un gesto visiblemente incómodo.

Yo puse mi mejor sonrisa para no develar el madrazo al ego que había dado. Traía yo las ideas revueltas y poco claras.

Pues, la sonrisota... antes muerta, que sencilla. "A ver si nos alcanzamos a ver mañana, Enrique" y saqué la tarjeta de la bolsa de mi suéter y me giré para abrir.

- Aquí iba un beso, ¿verdad?

Me giro de nuevo y está con los brazos cruzados dos pasos más adelante.. Lo veo y no le digo nada. Suspira pesadamente y yo no digo nada, pero tampoco él. Hijo de puta. Vuelvo a poner mi sonrisa Colgate.

- No va nada, Enrique. Ni tu ni yo estamos para eso.
- ¿Y si no tuviera novia? - no espera a que conteste - Si no tuviera novia, aquí iba un beso.

Me estiro hacia donde está y le aprieto el brazo con la sonrisota, mientras le digo que es un pendejo. Abro la puerta lo más silenciosa que puedo y agito la mano despidiéndome.

La sonrisa no se me borra hasta que me tengo que lavar los dientes y me quedo viendo al espejo, irreconocible. ¿Quién es la pendeja que me está viendo y espera besos en la puerta de su cuarto?

¿Qué carajos acaba de suceder?

Mi celular vibra, es un mensaje de Enrique.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Qué horrible sueño.


El sueño comienza conmigo acostada, viendo al techo, en un consultorio ginecológico.

Mi mamá está sentada al lado de mi, con cara de que no le hace gracia nada. Me pongo las manos sobre la cara y escucho a lo lejos cómo el doctor menciona algo de tener tres meses de embarazo. Tres. Tres. Tres.

Acto seguido, me encuentro en una especie de "universidad del terror", tomando una clase acerca de chingaderas relacionadas con aprender a pujar y a respirar y a cosas que me hacían sentir mareada. Físicamente mareada. La clase termina y me siento terriblemente humillada. Y mareada, carajo.

Me siento en una banca a esperar a que mi mamá llegue por mi. Tengo puesto un vestido de tela suavecita, como de algodón, muy suelto de abajo. Y unas sandalias de tiras muy delgadas. El sentirme incómoda en esa ropa, me hace sentir vulnerable. ¿Desde cuándo me visto así?

Me siento terriblee y no puedo pensar con claridad. Por más que lo intento, no logro recordar cómo carajos es que estoy embarazada. No me he acostado con un hombre, jamás, nunca. ¿Cómo carajos estoy embarazada?

Levanto la mirada y me encuentro caminando en una calle rodeada de casas setenteras y enormes, como de colonia vieja de ricachones. Casas remodeladas, bonitas, pero no tengo idea de hacia dónde camino. El puto vestido y las sandalias de tiras delgaditas, sin embargo, están haciendo de la experiencia una pesadilla.

No tengo idea de por qué me molestan tanto, pero estar vestida así, de verdad que me hace sentir vulnerable. Como señorita en apuros. Maldito vestido de tela ligerita, siento que en cualquier momento se va a levantar, siento que tengo que ir caminando con las piernas pegadas, siento que las malditas sandalias me cansan.

Pero no dejo de caminar y de pensar. No puedo recordar cómo carajos quedé embarazada. ¿Fue aquella vez que me emborraché con éste cabrón? Si está guapo, carajos, guapísimo, pero no me acostaría con él en la vida. ¿Por qué carajos sigo caminando? Estoy cansada.

Me viene a la cabeza algo, ¿qué es? ¿qué es?

Estoy en casa de mi tía, toda la familia está ahí. Muy pronto, me doy cuenta que todo el mundo sabe que estoy embarazada y que todo el mundo está que tira papel picado al cielo. ¿Por qué chingados están tan felices? Muy felices por mi, muy contentos, no pueden esperar al sobrino. Veo a mi mamá sonreír del otro lado de la sala y me saca de onda.

Una prima se sienta en la mesa y me suelta algo como "Ven, quiero mostrarte unas imágenes que encontré para el baby shower".

Siento una presión enorme en el pecho y ganas de llorar. Le grito que no quiero ver NADA relacionado con bebés, nada, nada, nada. Alguien trata de calmarme y vuelvo a gritar que me dejen en paz. Salgo al patio y luego a la calle antes de que alguien pueda detenerme.

Y entonces me doy cuenta de que, una vez más, estoy caminando en esa colonia de ricachones, con el puto vestido y las putas sandalias y el puto cansancio. Todo el tiempo estoy pensando en mi vientre, todo el tiempo siento algo ahí que no sé cómo explicar, como si tuviera pánico de que algo me pasara, que algo nos pasara. Siento que llevo un círculo de tiro al blanco, cuyo centro es mi ombligo. Lloro en silencio mientras camino.

¿Qué estoy haciendo aquí? Ah si, estoy buscando al padre de mi hijo. AL PADRE DE MI HIJO. En algún punto, durante la reunión familiar, alguien me aclaró algo sumamente importante: yo había estado saliendo con un cuate mayor, así, plan treintón/cuarentón, no lo sé. Alguien con una profesión pedorra y una oficina en ésta colonia pedorrísima, aparentemente.

Lo recordaba, sí, tal vez incluso recordaba haber salido con él un par de veces. Lo que no recordaba era haberme acostado con él. Mi plan era llegar y preguntarle "¿Cogimos?", pero por alguna razón, tenía la idea de que éste cuate ya sabía que estaba embarazada. Tenía que hablar con él, tenía que averiguar cómo carajos había llegado a caminar en vestido y sandalias mientras lloraba en silencio. Esa no era yo.

Yo era jeans y converses, yo era el pelo hecho un desmadre, yo era no niños, por favor, no llanto, no chinguen. Yo tenía planeado irme a estudiar una maestría, por allá, lejos, a un país con 20 grados menos. Yo me iba a tatuar pronto, yo iba a cumplir 25 y me iba a poner una peda magistral, yo era más lesbiana que bisexual, chingada madre... ¿qué hacia embarazada?

Sentía que quien yo era y quien yo quería ser se convertía en un rayón en la última hoja del cuaderno, mismo en el que la historia de mi misma, convertida en madre, se escribía con cada respiración, vestida para siempre en vestido que se levanta y sandalias que incomodan.

Tuve que dejar de caminar, porque tuve ganas de vomitar. No sabía si eran por el maldito embarazo o por el ataque de pánico que estaba teniendo el verme tan perdida, al verme conectada para toda la pinche vida con alguien, responsable de alguien 24 horas al día por los próximos 10 años, sabiendo que todo lo que hiciera tendría repercusiones en la vida de alguien. Para siempre. Sin descanso. Ser mamá.

Trato de llamarle a mi mejor amiga una, dos, mil veces. Nunca puedo marcar bien, nunca entra la llamada, me estoy quedando sin batería. Necesito hablar con ella con urgencia. Quiero abortar. Abortaría y le diría a todo el mundo que había sido un aborto espontáneo.

Sentía que era una pesadilla, que solo necesitaba despertarme, que, de verdad, eso no me podía estar pasando. Pero era real y esa sensación en el vientre no me dejaba en paz. Sabía que si tenía a ese bebé, lo iba a amar y me iba a desvivir por el y no me iba a importar haber dejado todo... pero no quería hacerlo, no quería perderme y dejar de vivir por quedarme a tejer en una mecedora. Quería despertar, ser egoísta, vivir.

 Me negaba, de verdad, no soportaba la idea de tener un hijo.Tuve rabia y desesperación y ganas de tirarme en esa banqueta a llorar hasta secarme.

Mi hermana dice mi nombre y abro los ojos como platos. "Ya despiértate, ya son las 10", no ha terminado de decirlo, cuando brinco de la cama y me paro apoyada en la pared. El corazón me está latiendo como si hubiera corrido diez cuadras y siento una presión en el pecho horrorosa.

Mientras me acuerdo de más cosas soñadas, siento más presión en el pecho. Estoy sumamente feliz por que haya sido un sueño y sumamente desconcertada por haber sentido cosas tan horribles al pensar en estar embarazada.

Camino a la sala y me siento en un sillón, descalza, con las piernas abiertas y con una rebanada de pizza fría en la mano. Cuando me la termino, le envío un mensaje a mi mejor amiga.

-Soñé que estaba embarazada, que no sabía quién era el padre y que quería que me llevaras a abortar.
-Fuck, qué horrible sueño...