Recuerdo el día que la vi por primera vez. Una casa pequeña, con un patio pequeño y un gran
árbol de almendras. Mi papá se
fue a dormir allá mientras
terminabamos de pasar todas las cajas de cosas y a mi me daba miedo. A mis
cortísimos tres años de vida me había separado pocas veces de mis papás y el que uno faltara en el cuarto, me generaba conflicto.
Después de una semana en lo que ponían las protecciones, pintaban y terminaban de acomodar las cosas para hacer ese
pedacito de casa, un cuarto para mi, nos mudamos por completo, dejando atrás la casa de los abuelos.
No entendía por qué tantas lágrimas, eran solo unas cuadras de diferencia, pero mi abuela me decía que me iba a extrañar mucho. Mi abuelo no decía nada, nada más me cargó en silencio durante mucho rato y luego me depositó, con cuidado, en las piernas de mi mamá.
Por supuesto, no pude dormir sola, por lo menos no esa noche, ni esa semana, ni ese mes.. ni algunas noches durante ese año, sin embargo me daba mucho menos miedo estar sola en esa casa que en la de los abuelos. Hasta la fecha el segundo piso me da
repelús.
Mi cuarto estaba pintado de rosa.. por una falla técnica, no del rosa que todos pensamos. Era una especie de rosa
mexicano tirándole a
fosforecente que tardó mucho en ser aceptado por mi, pero que el día que lo cambiaron por un rosa más pastel, lo extrañé mucho.
Amaba pasar las tardes ahí, pero sobre todo, amaba las mañanas, las de los sábados. Mis papás salían a trabajar y me quedaba con la
nana. Por alguna razón, aunque los quería mucho y en ese entonces eramos la familia perfecta (o al menos eso pensaba), disfrutaba mucho mi soledad.
Me despertaba tarde, pero no tan tarde como para desperdiciar mi mañana
sola en dormir. Desayunaba
Cerelac espeso en mi
platito azul o
quesadillas con
ketchup, veía televisión acostada en la hamaca del cuarto de mis papás. Después de bañarme, convencía casi siempre a mi
nana de que me pusiera una ropa diferente a la que había dicho mi mamá y además, me dejaba peinarme "sola".
Luego.. no hacía nada, solo disfrutar mi casa. Me encantaba entrar al baño y descubrir formas en el revoque blanco del techo, o revisar ese enorme mueble de cajones llenos de cosas. Estar en la cocina, mientras la
nana cocinaba, contando los
pequeñísimos azulejos coloridos por toda la meseta. Pararme en mi cama pegada a la pared, para llegar a mi ventana, abrirla trabajosamente y ver a mi enorme perro en el patio de atrás. Siempre que me veía asomarme se paraba en dos patas para lamer mis manitas mientras lo acariciaba, y a veces, hasta lo dejaba lamerme con ganas mi cara recién lavada.
En cuanto
olía a comida, sabía que mi tiempo de "ama y señora" había acabado. Mi
nana me cargaba para lavarme las manos, me amarraba el moño del vestido y me pasaba una
toallita húmeda por la cara, llena de baba de perro.
Y comenzaba a contar los días para que otra vez fuera sábado, y otra vez la casa fuera solo mía.