Ayer por la noche cerré mi puerta, asegurándome de darle dos vueltas a la llave, poner el cerrojo y clavar la cadenita de seguridad. La paranoia de estar completamente sola sin posibilidad a que nadie aparezca por mi territorio ni por equivocación me hace tomar medidas de seguridad que usualmente solo tomaría mi abuela.
Veinticuatro horas después, el cerrojo y la cadenita siguen en su lugar. No he salido de mi casa, ni a tomar aire.
Daba vueltas sin poder pegar los ojos en medio de un caos mental entre la economía flanqueante de mi familia provocada por el pinche viruz, el hecho de encontrarme en una situación que me hizo perder la confianza de alguien sumamente importante en mi vida y por último, justo antes de conseguir caer dormida, mientras el cielo comenzaba a iluminarse, los recuerdos indelebles de mis cálidos dieciséis, cantando una canción de Coldplay en la penumbra de una habitación azul.
Logré abrirlos hoy pasando el medio día. Los párpados me pesaban, pero era inevitable el salir de la cama con una pequeña gata restregándose en mi piel, y pasando insistentemente su lengua rasposa por mi mejilla.
Después de darle de comer, revisé mi e-mail como parte de la rutina "mientras me despierto" y puse a descargar tres de los cuatro archivos que una amiga me había enviado: Twilight, New Moon, Eclipse y Breaking Down.
Todo por confesarle con bastante bochorno que, durante mi aburrimiento en las vacaciones, caí en la tentación de devorar tan solo en un día el último libro de la serie dejado en mi casa por mi puberta prima la navidad pasada.
Eran las dos de la tarde cuando comencé a leer. Me paso justamente lo mismo que en las vacaciones. Un par de horas más tarde, me percaté que el tiempo no se había detenido al sentir hambre. Y sed. Y tener la pierna derecha entumida.
Me levanté por una barrita de piña y un vaso de leche. Dejé descongelando una porción de salmón para al rato. Tomé una botella de agua del refrigerador y en menos de 5 minutos estaba de nuevo frente a la computadora, leyendo.
El agua se terminó. Eran las ocho de la noche, mi casa completa estaba a oscuras, salvo por la luz del monitor iluminando mi cara y un radio pequeñísimo. Caminé sin dificultad a través del comedor y la sala hasta alcanzar con la mano un botón, el de en medio, y encender la luz de la entrada, y luego la de la lámpara de la sala. Tomé otra botella de agua del refri y me tomé la mitad en largos tragos; después, resignada a la realidad, metí el salmón de nuevo al congelador y saqué una salchicha de la puerta de abajo.
Me llevé el resto del agua al cuarto y leí de nuevo, sin parar, hasta que sentí vibrar el teléfono y terminé de leer la frase con prisa, bastante molesta.
Eras tu, siempre tan oportuna. Agradable escuchar tu voz, al grado de olvidarme del párrafo en que me había quedado por unos minutos. Siempre tan oportuna.
No volví a desviar la mirada del monitor hasta que dieron un poco más de las doce, con las últimas letras antes del punto final
"And he leaned down to press his cold lips once more to my throat."
Ningún argumento en mi defensa. Caí vilmente en las garras del consumismo puberto-adolescente del tipo "Harry Potter" y no hay nada que pueda excusarme.
Maldito amor al amor, que me hace cometer éstas bajezas..
Y que me hará devorarme las letras de Meyer que me faltan sepultada en un rincón oscuro de mi casa.