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lunes, 3 de junio de 2013

Maestro.


Hay muchas mañanas en las que, al despertar, tengo la ligera sospecha de que alguien, durante la noche, me puso un respirador artificial conectado a una pipa de agua con marihuana.

Ésta mañana fue una de ellas.

Después de levantarme norteada a la una de la tarde y salir corriendo a regar las margaritas, me volví a tirar en la cama a terminar de despertarme. Los recuerdos de mi sueño comenzaron a aparecer como música de fondo, al principio. Después, se convirtieron en pequeñas secuencias sin ton, ni son.

Dentro de la cantidad de pendejadas que soñé, hubo una que llamó de lleno mi atención. Por más que trato de darle un sentido coherente, no lo logro.

Era yo, en una ciudad bien fría, con arquitectura colonial, de esas que casi no hay en México. Caminaba en una calle de subida y al dar la vuelta en una esquina, habían tres cabrones con pinta de maleantes. Según yo, bien discreta, me daba media vuelta para regresar por donde había venido y evitarme el problema, pero no lo conseguía. Uno de ellos me trataba de agarrar y yo presentía que ya me había llevado la chingada. Corría calle arriba, pero, aunque pasaban carros, ninguno se detenía a ayudarme. No sé si estaba amaneciendo o atardeciendo, el cielo estaba nubladísimo y casi no había gente en la calle. Uno de ellos me alcanzaba, bastante pronto, pero no me hacía nada más que amenazarme. Después de dejarme bien claro que "a la próxima, no la contaba", yo salía pitando de ahí.

Llegaba a una casa algunas cuadras después, cagada de miedo y de cansancio. Hasta en mis sueños, mi condición física deja mucho que desear. Estaba pintada de verde pistache con los detalles en blanco y las rejas negras. Era una casa antigua, con puertas hasta el cielo y ventanales hasta el suelo.

Estar ahí me hacía sentir menos vulnerable que corriendo por las calles. La casa no era mía, pero hasta ese momento, sólo me quedaba claro que era un lugar en el que me sentía cómoda y me resultaba familiar. Por dentro, era muy amplia y con menos paredes de lo que se acostumbra. La sala y la cocina daban directamente al patio interior en donde había una pileta de agua. El suelo del patio estaba mojado, había estado lloviendo. Los muebles eran antiguos y sin mucho lujo. Parecía la casa de los abuelitos de alguien.

Atravesaba la sala y caminaba hasta el fondo del pasillo, en donde había un cuarto con la puerta entreabierta.

Yo iba entre diciendo y gritando un nombre, aun alebrestada por el susto. No recuerdo cuál, por más que lo intento. Nadie me respondía. Ahora en mi mente estaba claro: era la casa de mi maestro.

Por como percibía yo la situación, había sido su alumna hace algún tiempo y teníamos una relación de confianza, pero hasta ahí. Sentía que el sabía más de mi que yo de el.

Al llegar a la puerta del cuarto, me encontraba con mi maestro atravesado sobre la cama de sábanas blancas de algodón, de esas que hay en todas las casas de las abuelitas de todos lados. Tenía el pantalón de una pijama y la cara enterrada en la almohada.

Esperaba encontrarlo despierto. O vestido. O las dos, en todo caso. Pero me encontraba ésto y me desconcertaba. En mi cabeza pasaban, a toda velocidad, líneas de pensamiento en las que cuestionaba mi falta de educación al entrar con esas confiancitas, la vergüenza casi humillante de haber visto a mi maestro en esa situación tan poco ortodoxa y la posibilidad de que él se hubiera dado cuenta. Por último, entretejida con todo lo anterior y mis pies queriendo volar hacia el final del pasillo, la idea de que de alguna forma que no podía explicar, me había gustado.

Al llegar a la sala, me dejaba caer en un sillón horrible, tapizado de terciopelo verde. Aunque estaba inmóvil en un rincón de la habitación, mi mente seguía acelerada. ¿Me gustaba mi maestro? ¿Cómo? Si lo conocía hace tanto tiempo y siempre me había parecido de lo más ordinario. Además era mayor que yo. Varios años mayor que yo. ¿Cuántos? ¿Veinte? ¿Estaba casado? No estaba casado, vivía solo... no sabía nada de el, de su vida personal, de por qué tenía una casa tan grande, tan antigua y tan sola.

Me sentí, de repente, como en Aura. En una casa vieja, a media luz y con tanto pinche verde a mi alrededor. Con un hombre mayor que yo, cuya edad no sabía y que había pasado de ser alguien "viejo" y absolutamente nada atractivo a.. ¿Cómo es posible que me hubiera descontrolado así el verlo dormir, carajo?

En esas andaba yo, cuando el hombre en cuestión, aparece la puerta. No hace referencia a haberse dado cuenta de mi intrusión, pero algo lo debió haber despertado. Algo, léase, la pendeja de mi. Me paro del sillón con una agilidad que no conocía.

El comienza a caminar hacia mi, atravesando la habitación sereno, impasible. A la pasada, agarra una camisa blanca del respaldo de una silla y se la echa sobre los hombros.

Antes de poder abrochársela, llega a donde yo estoy, con ganas de salir corriendo por la misma puerta por donde entré, pero con los pies clavados al suelo. Me saluda con un abrazo confiado, como se saluda a un niño pequeño. Eso me hace sentir avergonzada por estar pensando en lo que estoy pensando, humillada, por no sentirme correspondida y, extrañamente, aliviada precisamente por no sentirme correspondida.

A él se le hace de lo más normal encontrarme sentada en su sala y me ofrece algo de tomar. Comienza a platicar de algo en un tono monótono, yo respondo en algunas ocasiones. Todo el tiempo me siento inferior, todo el tiempo me pega como un martillo el sentimiento de respeto y admiración y yo no sé qué.

Justo antes de despertar, el sueño me devuelve esa sensación adolescente y casi olvidada de que te guste alguien tan lejano a lo posible, tan incorrecto, tan superior. Y de lo tortuosamente delicioso que se siente.