La sonrisa no se me borra hasta que me tengo que lavar los dientes y me quedo viendo al espejo, irreconocible. ¿Quién es la pendeja que me está viendo y espera besos en la puerta de su cuarto?
¿Qué carajos acaba de suceder?
Mi celular vibra, es un mensaje de Enrique.
Me muerdo la lengua para no dar grititos de júbilo y me agarro fuerte de la loseta. De momento siento que acabo de hacer cuarenta y cinco abdominales. Pum, pum, pum, pum, ¿qué carajos acaba de suceder? Corro de puntitas por la alfombra hasta el sofá al final del cuarto, frente a la televisión. Estaba prendida cuando llegué en un canal "para la mujer moderna" y no hay forma de que encuentre el control remoto. Creo firmemente que es una tortura planeada por mi abuela.
Veo de nuevo el mensaje de Enrique y me dan ganas de no contestar, de verdad que sí, de hacerme la dormida. "La Bella Durmiente". Qué pendejo pensamiento, me iba a quedar durmiendo quién sabe cuántos siglos, porque el pendejo de Enrique no me iba a besar jamás en la vida.
- ¿Ya duermes?
- No, estoy viendo una un programa de mierda, están haciendo pasteles. Me muero de hambre, estoy comiendo los cacahuates que me dieron en el avión.
- ¿Tienes hambre? ¿Por qué no no cenamos?
- Porque ya estoy en pijama.
- Pedimos servicio a cuarto. Si quieres venir, toca la puerta, no tengo problema.
Pum, pum, pum, pum. Considero la posibilidad de salir del cuarto sin que mi abuela se de cuenta. Lo último que quiero es que, además, piense que soy una puta. Ya suficiente tengo con ser la única nieta "lejos del señor". Imposible, carajo, imposible...
- Tentador, pero mi abuela me obliga a casarme si una señorita como yo se escapa con un hombre a la mitad de la noche.
- Siempre es una opción.
- Era una opción, hasta que puse un pie dentro de ésta mazmorra.
- Tú eras la que se tenía que ir.
- Yo tenía frío y tu bostezabas.
Me repetí lo imbécil que fui durante 15 minutos más, mientras hablaba con él y luego, como buena pendeja, me quedé dormida. Al despertar tenía tres mensajes sin leer, uno de ellos, de hacía veinte minutos. Mi abuela estaba dando vueltas por todo el cuarto porque una tía mía, de las tantas que no conozco, iba a pasar por ella para ir a desayunar. Rechacé la convivencia familiar, muy a su pesar, y me quedé en la habitación. Antes de irse, me repitió como siete veces que en una hora tenía que hacer check-out.
- ¿Te dormiste?
Creo que sí, pues buenas noches, México.
¿Sigues en el hotel? Acabo de despertar.
- Estoy aquí, ¿ya te vas a la playa?
- Ya casi, me paso a despedir, ¿se puede?
- Dame 15.
Estúpida, estúpida, estúpida, ¿15 minutos? Al salir de bañarme, tenía otro mensaje. En media hora salía el transporte a la playa. Honestamente, no estaba pensando. No estaba pensando en absolutamente nada. El gran problema fue que no pensé en qué carajos estaba haciendo. ¿Brincando de gustito por un tínayer con novia?
En lo único que podía pensar, por debajo del agua, es en que era un cheque en blanco. Un free-pass. Enrique era alguien que me gustaba, a quien yo le gustaba y a quien no iba a volver a ver en mi vida. No estaba construyendo castillos en el cielo, no estamos hablando aquí de una historia de amor, ni de amor a primera vista, no estamos hablando aquí de algo en plan "Before Sunshine". Enrique era un free-pass para quitarme la espinita de los besos heterosexuales. Enrique era "mi desliz" de una noche. Una buena historia que contar.
Me estaba terminando de vestir cuando tocó mi puerta. Le abrí con una toalla en la cabeza, descalza y sin maquillar. Dos días seguidos siendo tan apetecible como una rebanada de jamón vieja. Y luego, todavía tengo el valor de preguntarme a veces el por qué de mi nula vida sexual.
Apenas abrí la puerta, me puso una sonrisa colgate. A la luz del sol, Enrique se veía más chavito y me saqué de onda. Mucho. Entrando, entrando, Enriquito me abrazó y me dio los buenos días con look playero, lentes de sol y toalla en mano. Le señalé el sillón y me disculpé por "estar tan guapa".
- Pues sí que estás guapa, con todo y turbante.
- Déjame, tenía los minutos contados.
- No es sarcasmo, México, es un cumplido.
No le contesté. Me siguió con la mirada quietecito, callado, mientras me secaba el pelo y me ponía los tennis. Luego, me ayudó a recoger mis cosas y meterlas a la maleta; mientras lo hacía, pasaba cerquita de mi y me pellizcaba los brazos. Estaba a punto de recogerme el pelo, cuando escucho el "déjatelo libre" detrás de mi. Lo miro por el espejo del tocador, está sentado en la cama. Con esa gracia que a veces me invade, dejo caer las manos y lo quedo viendo a través del espejo. El me ve y me sonríe...siento cómo me sudan las manos y, aunque me patee las pelotas, puedo ver cada uno de los años que no tiene en su cara de idiota. Le sonrío de regreso, un poco frustrada.
Veo mi reloj. Enrique está a diez minutos de perder el transporte a la playa y yo, de pagar un día más de hotel. El, aparentemente, pensó lo mismo. Se paró de la cama como flash y agarró una de las maletas del suelo.
- Deja eso ahí, ratero. ¿A dónde llevas mi maleta?
- Vamos, te ayudo a bajarlas.
- No, voy a llamar a alguien de servicio, Enrique.
- Llevo las dos y tu llevas mi toalla.
- Yo puedo con las dos, ya vete, te van a dejar.
Si, soy de esas pendejas. Si, lo estaba corriendo. Si, si no se largaba, lo iba a sacar a patadas. Estaba yo entre jodida del ego y frustrada. El pendejo de Enriquito llevaba 20 minutos en mi cuarto echándome piropos, viéndome con cara de idiota y no me había besado el hijo de puta. Yo sentí morir la oportunidad y me resigné. El cabroncito era fiel, no podía recriminárselo. Lo que si podía recriminarle es ser un calienta huevos de mierda.
- Vale, pues nos vemos. Qué bueno fue conocerte.
Puse una sonrisota de Miss Universo y comencé a ondear el brazo en despedida. Corto, corto, largo, corto, corto, largo. Enrique dio tres pasos al frente y me abrazó, como si fuéramos grandes amigos. Me mantuvo ahí más del tiempo políticamente correcto y luego, sin soltarme, me repitió que había sido bueno conocerme. Le sonrío de nuevo mientras me mira sin parpadear. Justo antes de terminar de agarrar valor para besuquearlo yo, me suelta y camina hacia la puerta. Me sonríe antes de cerrarla. Hijo de puta.
Llamo a recepción, pido que me envíen un botones. ¿Así se le llama? Botones. Me siento en la cama y me quedo en blanco, y luego me pregunto si, de verdad, mi vibra lésbica es tanta que ahuyento a los hombres. Soy una pendeja, ¿no? Me duele el ego, me duele el ego. Tocan la puerta y, cuando veo por la mirilla, en lugar del botones está Enrique.
Consideré no abrir, consideré tirarme por la ventana, consideré esconderme debajo de la cama. No había duda, Enrique había regresado para una sola cosa.
Besos heterosexuales.
Besos heterosexuales.
Besos heterosexuales.
- ¿Qué haces aquí?
- Vine a despedirme de nuevo.
Literal, eso me dijo. LITERAL. ¿Qué puedes pensar después de que te dicen eso? A mi lo único que se me vino a la cabeza fue un besazo, de película, con pelo agarrado y todo. O uno de película PG-13, en plan puberto, con suspiritos y sonrisitas. Como pinches fuera, pero un beso bien dado.
Enrique se me queda viendo de nuevo, me abraza y yo dejo los brazos abajo. Me da una palmada en la espalda, como queja, y yo lo medio abrazo de regreso. Mis manos en su cintura. Pum, pum, pum, pum. Siento que todos los músculos de mi cuerpo se ponen tensos. Se aleja de mi, me sonríe y me da un besito, besititito cerca de la oreja.
Yo lo quedo viendo con los ojos como platos y los brazos pegados a los costados. Ni siquiera parpadeo. En mi cabeza, hay dos líneas de pensamiento. Una que dice "vete, vete, vete, vete ya" y otra, un poquitín diferente, que grita "como te largues de nuevo sin besarme, te va a cargar tu puta madre". Trago saliva, tratando de controlar las ganas de gritarle que haga algo y, por supuesto, Enrique me aprieta los brazos, se da la vuelta y se va con una sonrisota en la boca, mientras camina por el pasillo.
Me quedo como diez segundos inmóvil hasta que desaparece en la esquina y le digo adiós con la mano. En el momento en el que deja de estar a cuadro, mi mano deja de agitarse y le saco el dedo de en medio con las manos temblorosas. Cierro la puerta. No, azoto la puerta. Me cago en todo lo cagable. Me tiro en la cama y, no es broma, pataleo. Me quedo ahí unos minutos, hasta que la puerta suena de nuevo.
- ¿QUIÉN?
Es el botones, esta vez. Saco mis maletas y las guardo en un locker. Mi abuela no me contesta, pero supongo que faltan como dos horas para que llegue. Camino al restaurant y, lo más amable que puedo, pido un repinche cereal con leche, porque es lo único que puedo pagarme. Mientras desayuno, me llega un mensaje. Es de Enrique.
-Estoy en la playa, está preciosa. Ojalá estuvieras aquí.
-Chinga tu madre, Enrique.
También me gusta leer lo que piensan de lo que pienso. Comentarios, por favor!
domingo, 29 de diciembre de 2013
martes, 12 de noviembre de 2013
El beso y su ausencia.
Conocí a Enrique en Diciembre del año pasado.
Me encontró tirada en un camastro en la alberca de un hotel, muy, pero muy cercana a cruzar el límite de tolerancia hacia mi familia. Le colgué el teléfono por tercera vez a mi abuela, con quien compartía el cuarto, diciéndole que no iba a subir pronto, que quería estar sola y no tenía sueño.
Eran casi las diez de la noche y la alberca estaba desierta. El frío había hecho que, uno a uno, todos los huéspedes del hotel se fueran metiendo al restaurant. Llegó poco después de que se fuera la última persona y se sentó tres o cuatro camastros después del mío. Jeans, camiseta negra, sudadera, converses y gorra. No alcanzaba a distinguir si era hombre o mujer por la poquísima luz que se filtraba debajo de su gorra y porque su cara era de lo más ambigua. Y su ropa también. Y traía tantita melena. Y, la verdad, tampoco alcanzaba a distinguir curvas.
¿Qué pedo?
Me picó la curiosidad, pero no estaba yo como para acercarme a socializar. Me estaba tragando unas Pringles y un Té Arizona como cena, era para lo único que me alcanzaba. Había dejado mis cosas en el cuarto y entrar a buscarlas, significaba jamás volver a salir. Traía puestas unas botas de nieve, unos leggins gruesos y un suéter gigante. Debajo, solamente una blusa delgada. No había punto medio: o era un tamal de tela o me cagaba de frío.
Mi realidad poco favorecedora mató al gato antes de que la curiosidad lo matara, así que me acomodé boca arriba a hacer absolutamente nada más que comer Pringles con la delicadeza de un jabalí.
Quien fuera que estuviera sentado a cuatro camastros de mi, tenía buen gusto musical, pero poca educación. Incluso con los audífonos puestos escuchaba su música. Opté por quitármelos y joderme con su playlist. Me asomaba discretamente y por más que trataba de enfocar, no detectaba algo que resolviera si era Victor o Victoria. Si era Victoria, con esa pinta, definitivamente era de las Victorias que bateaban de mi lado.
Me cachó mirándolo y no me quedó de otra que sonreír educadamente y levantar la mano como idiota.
Y el idiota se volteó sin contestarme. Me ignoró. Hijo de la gran puta. ¿No me vio o me ignoró? HIJO DE PUTA.
Bajé la mano como un resorte y aparté la vista.
Me desparramé en el camastro y me volví a poner los audífonos. No habían pasado ni quince minutos, cuando pegué un grito al darme cuenta que había alguien sentado a diez centímetros de mi. Me arranqué los audífonos y me hice para atrás mientras el hijo de puta que me había ignorado el saludo, me decía "Hey, I'm Enrique, wanna talk?" con un acentito pedorro que no logré distinguir a la primera.
Le dije que sí, medio mamonamente y nos dimos cuenta que los dos hablábamos español. Intercambié los clásicos comentarios acerca del clima en plan "hace.frio.no.si.bastante.ayer.habia.menos.ah.ok" y luego no supe qué más decir.
Él, sin embargo, sí sabía.
- ¿Eres mexicana, no?
- Si.
- Yo soy de Venezuela. De Maracay. Llevo tres días acá y no te había visto.
- Llegué hace un rato.
- ¿De dónde, que traes toda esa ropa de invierno? - no esperó a que contestara - Si hace frío, pero no tanto. ¿Vas a estar aquí todo el fin de semana?
- No, me voy mañana al medio día.
- ¿Tan pronto? ¿A dónde te vas? - no esperó a que contestara - Deberías quedarte. Mañana iré a la playa.
- Ya tengo mi boleto y no vengo sola, pero para la chinga que me espera llegando a mi casa, preferiría quedarme, créeme.
- ¿Qué chinga?
- Familia de visita.
El sujeto se aventó una palabra extraña por cada diez que decía. No sabía yo que los venezolanos hablaban así, de verdad que no. La mitad de las veces, sin importar lo que me preguntara, no tenía tiempo para responder... pero funcionó de alguna forma, porque platicamos como dos horas y me reí como loca.
Después de cagarnos en nuestros respectivos presidentes, en la religión y en el mundo, le conté que era bisexual y que solo había tenido relaciones con mujeres. Él me contó que tenía novia y yo me aguanté las ganas de decirle "qué lastima, pana". Le conté que recién me había graduado y el me contó que acababa de entrar a la universidad. Tenía 19 años, el venezolano. Guardé las garras.
Como a la una de la mañana, la temperatura bajó demasiado y decidimos entrar. Él no paraba de bostezar, pero no paraba de hablar, tampoco. Le dije que era mejor que nos fuéramos a dormir, que los dos teníamos que despertar temprano y me dijo que si, un poco de mala gana.
Saqué mi tarjeta para ver el número de cuarto y resultó que, no solo estábamos en el mismo piso, si no que yo era el 419 y él, el 412. Divertidísimos y ahogando la risa al pasar por la recepción desierta, nos metimos al elevador y presioné el botón con el número 4.
Antes que se cerrara la puerta, entraron cuatro gringos cuarentones con sus señoras esposas oliendo a tequila. Nos pegamos hacia uno de los lados y seguimos hablando en voz bajita. Los gringos salieron en segundo piso y nos dejaron a los dos pegados, hablando en voz bajita. Me quedé callada y le sostuve la mirada, pero por dentro estaba como venado lampareado.
Él se estiró y volvió a presionar el botón del cuarto piso y no hablamos hasta que la puerta se abrió.
Me iba a despedir al salir del elevador, pero me dijo que me acompañaba a la puerta de mi cuarto, al final del pasillo. Mientras caminábamos, intercambiamos números telefónicos y demás cortesías. Cuando llegamos a la puerta, Enrique traía las pupilas como si se hubiera metido una línea de coca... hasta la fecha no sé si ésto es cierto, o me lo estaba imaginando.
Nos despedimos y me abrazó. A mi los músculos de la espalda y de los brazos se me quedaron quietos y no supe qué carajo hacer. Jamás en la vida, nunca, nunca había tenido encuentros del cuarto tipo con un tipo. Enrique me iba a besar. Me iba a besar. Me iba a besar.
Me apretó mientras me decía que qué bueno que nos hubiéramos conocido y se alejó sin soltarme los brazos. Me dio un beso en cada cachete y se hizo unos pasos hacia atrás con un gesto visiblemente incómodo.
Yo puse mi mejor sonrisa para no develar el madrazo al ego que había dado. Traía yo las ideas revueltas y poco claras.
Pues, la sonrisota... antes muerta, que sencilla. "A ver si nos alcanzamos a ver mañana, Enrique" y saqué la tarjeta de la bolsa de mi suéter y me giré para abrir.
- Aquí iba un beso, ¿verdad?
Me giro de nuevo y está con los brazos cruzados dos pasos más adelante.. Lo veo y no le digo nada. Suspira pesadamente y yo no digo nada, pero tampoco él. Hijo de puta. Vuelvo a poner mi sonrisa Colgate.
- No va nada, Enrique. Ni tu ni yo estamos para eso.
- ¿Y si no tuviera novia? - no espera a que conteste - Si no tuviera novia, aquí iba un beso.
Me estiro hacia donde está y le aprieto el brazo con la sonrisota, mientras le digo que es un pendejo. Abro la puerta lo más silenciosa que puedo y agito la mano despidiéndome.
La sonrisa no se me borra hasta que me tengo que lavar los dientes y me quedo viendo al espejo, irreconocible. ¿Quién es la pendeja que me está viendo y espera besos en la puerta de su cuarto?
¿Qué carajos acaba de suceder?
Mi celular vibra, es un mensaje de Enrique.
lunes, 4 de noviembre de 2013
Qué horrible sueño.
El sueño comienza conmigo acostada, viendo al techo, en un consultorio ginecológico.
Mi mamá está sentada al lado de mi, con cara de que no le hace gracia nada. Me pongo las manos sobre la cara y escucho a lo lejos cómo el doctor menciona algo de tener tres meses de embarazo. Tres. Tres. Tres.
Acto seguido, me encuentro en una especie de "universidad del terror", tomando una clase acerca de chingaderas relacionadas con aprender a pujar y a respirar y a cosas que me hacían sentir mareada. Físicamente mareada. La clase termina y me siento terriblemente humillada. Y mareada, carajo.
Me siento en una banca a esperar a que mi mamá llegue por mi. Tengo puesto un vestido de tela suavecita, como de algodón, muy suelto de abajo. Y unas sandalias de tiras muy delgadas. El sentirme incómoda en esa ropa, me hace sentir vulnerable. ¿Desde cuándo me visto así?
Me siento terriblee y no puedo pensar con claridad. Por más que lo intento, no logro recordar cómo carajos es que estoy embarazada. No me he acostado con un hombre, jamás, nunca. ¿Cómo carajos estoy embarazada?
Levanto la mirada y me encuentro caminando en una calle rodeada de casas setenteras y enormes, como de colonia vieja de ricachones. Casas remodeladas, bonitas, pero no tengo idea de hacia dónde camino. El puto vestido y las sandalias de tiras delgaditas, sin embargo, están haciendo de la experiencia una pesadilla.
No tengo idea de por qué me molestan tanto, pero estar vestida así, de verdad que me hace sentir vulnerable. Como señorita en apuros. Maldito vestido de tela ligerita, siento que en cualquier momento se va a levantar, siento que tengo que ir caminando con las piernas pegadas, siento que las malditas sandalias me cansan.
Pero no dejo de caminar y de pensar. No puedo recordar cómo carajos quedé embarazada. ¿Fue aquella vez que me emborraché con éste cabrón? Si está guapo, carajos, guapísimo, pero no me acostaría con él en la vida. ¿Por qué carajos sigo caminando? Estoy cansada.
Me viene a la cabeza algo, ¿qué es? ¿qué es?
Estoy en casa de mi tía, toda la familia está ahí. Muy pronto, me doy cuenta que todo el mundo sabe que estoy embarazada y que todo el mundo está que tira papel picado al cielo. ¿Por qué chingados están tan felices? Muy felices por mi, muy contentos, no pueden esperar al sobrino. Veo a mi mamá sonreír del otro lado de la sala y me saca de onda.
Una prima se sienta en la mesa y me suelta algo como "Ven, quiero mostrarte unas imágenes que encontré para el baby shower".
Siento una presión enorme en el pecho y ganas de llorar. Le grito que no quiero ver NADA relacionado con bebés, nada, nada, nada. Alguien trata de calmarme y vuelvo a gritar que me dejen en paz. Salgo al patio y luego a la calle antes de que alguien pueda detenerme.
Y entonces me doy cuenta de que, una vez más, estoy caminando en esa colonia de ricachones, con el puto vestido y las putas sandalias y el puto cansancio. Todo el tiempo estoy pensando en mi vientre, todo el tiempo siento algo ahí que no sé cómo explicar, como si tuviera pánico de que algo me pasara, que algo nos pasara. Siento que llevo un círculo de tiro al blanco, cuyo centro es mi ombligo. Lloro en silencio mientras camino.
¿Qué estoy haciendo aquí? Ah si, estoy buscando al padre de mi hijo. AL PADRE DE MI HIJO. En algún punto, durante la reunión familiar, alguien me aclaró algo sumamente importante: yo había estado saliendo con un cuate mayor, así, plan treintón/cuarentón, no lo sé. Alguien con una profesión pedorra y una oficina en ésta colonia pedorrísima, aparentemente.
Lo recordaba, sí, tal vez incluso recordaba haber salido con él un par de veces. Lo que no recordaba era haberme acostado con él. Mi plan era llegar y preguntarle "¿Cogimos?", pero por alguna razón, tenía la idea de que éste cuate ya sabía que estaba embarazada. Tenía que hablar con él, tenía que averiguar cómo carajos había llegado a caminar en vestido y sandalias mientras lloraba en silencio. Esa no era yo.
Yo era jeans y converses, yo era el pelo hecho un desmadre, yo era no niños, por favor, no llanto, no chinguen. Yo tenía planeado irme a estudiar una maestría, por allá, lejos, a un país con 20 grados menos. Yo me iba a tatuar pronto, yo iba a cumplir 25 y me iba a poner una peda magistral, yo era más lesbiana que bisexual, chingada madre... ¿qué hacia embarazada?
Sentía que quien yo era y quien yo quería ser se convertía en un rayón en la última hoja del cuaderno, mismo en el que la historia de mi misma, convertida en madre, se escribía con cada respiración, vestida para siempre en vestido que se levanta y sandalias que incomodan.
Tuve que dejar de caminar, porque tuve ganas de vomitar. No sabía si eran por el maldito embarazo o por el ataque de pánico que estaba teniendo el verme tan perdida, al verme conectada para toda la pinche vida con alguien, responsable de alguien 24 horas al día por los próximos 10 años, sabiendo que todo lo que hiciera tendría repercusiones en la vida de alguien. Para siempre. Sin descanso. Ser mamá.
Trato de llamarle a mi mejor amiga una, dos, mil veces. Nunca puedo marcar bien, nunca entra la llamada, me estoy quedando sin batería. Necesito hablar con ella con urgencia. Quiero abortar. Abortaría y le diría a todo el mundo que había sido un aborto espontáneo.
Sentía que era una pesadilla, que solo necesitaba despertarme, que, de verdad, eso no me podía estar pasando. Pero era real y esa sensación en el vientre no me dejaba en paz. Sabía que si tenía a ese bebé, lo iba a amar y me iba a desvivir por el y no me iba a importar haber dejado todo... pero no quería hacerlo, no quería perderme y dejar de vivir por quedarme a tejer en una mecedora. Quería despertar, ser egoísta, vivir.
Me negaba, de verdad, no soportaba la idea de tener un hijo.Tuve rabia y desesperación y ganas de tirarme en esa banqueta a llorar hasta secarme.
Mi hermana dice mi nombre y abro los ojos como platos. "Ya despiértate, ya son las 10", no ha terminado de decirlo, cuando brinco de la cama y me paro apoyada en la pared. El corazón me está latiendo como si hubiera corrido diez cuadras y siento una presión en el pecho horrorosa.
Mientras me acuerdo de más cosas soñadas, siento más presión en el pecho. Estoy sumamente feliz por que haya sido un sueño y sumamente desconcertada por haber sentido cosas tan horribles al pensar en estar embarazada.
Camino a la sala y me siento en un sillón, descalza, con las piernas abiertas y con una rebanada de pizza fría en la mano. Cuando me la termino, le envío un mensaje a mi mejor amiga.
-Soñé que estaba embarazada, que no sabía quién era el padre y que quería que me llevaras a abortar.
-Fuck, qué horrible sueño...
miércoles, 30 de octubre de 2013
Ser bisexual, ser de pueblo, ser en soledad.
Durante mucho tiempo, pensé que la primera vez que había tenido "vibra lésbica" había sido a los 15 años, cuando me enamoré de mi primera novia.
Hace relativamente pocos años, un recuerdo bloqueado volvió a mi:
Tenía aproximadamente 8 años y me di cuenta que era diferente a mis amigas. No me gustaba alguien en especial, no estaba infantilmente enamorada de alguna niña, pero sabía que era diferente. Mi cerebro era un puñado de arena en el que resaltaban dos o tres cosas que no podía conectar, por más que trataba.
Vivir en un pueblo pequeño no me ayudaba a entender qué era lo que me hacía diferente, mucho menos a darle un nombre. Me sentía sola, me sentía extraña, me sentía vulnerable y me sentía aterrada. De verdad creí que era la única niña en el universo con esa maraña de ideas en la cabeza. El concepto de homosexualidad era algo sumamente confuso e incoherente.
Conocía a algunos hombres gays. Mi vecino de 12 o 13 años era "maricón", o así era como le decían en la primaria. "Rarito" le decía mi mamá, con tantito más respeto. Nadie decía gay, era una palabra que no existía en mi vocabulario, aunque el concepto me diera vueltas dentro. Un mal concepto, por supuesto. Alexis era frecuentemente molestado en el colegio, imitaban su tono de voz agudo, su forma de caminar y cada característica que lo definiera como algo diferente al "niño normal" que sus compañeros esperaran que fuera.
Además de él, conocía a un pariente lejano mío, Mario. El estaba en sus treintas, era abiertamente gay y abiertamente criticado. Mario no iba a las comidas familiares y siempre lo veía solo. Escuché varias veces que llevaba una vida de excesos, además de haberse hecho varias operaciones. Mario tenía amigos, todos como él. Algunos de ellos tenían el cabello teñido de rubio y siempre los veía borrachos. Desequilibrio, descontrol y desmadre que generaban un rechazo tanto dentro de la familia, como fuera de ella.
Yo me ponía a pensar en qué pasaría con Alexis cuando "fuera grande", como Mario. ¿Se iba a convertir en alguien así? Alexis era muy tímido y reservado, me preocupaba que hiciera todas esas cosas malas, que la gente le diera la espalda, como se la daban a Mario.
Incluso entendiendo el concepto de homosexualidad, aunque sea a medias, seguía sin entender qué era lo que pasaba. ¿Todos los hombres a quienes les gustaban otros hombres eran así? ¿Habían mujeres? ¿Yo era la única?
Me dio muchísimo miedo saberme en el mismo costal que Mario y Alexis. Por un lado, no me imaginaba contándole a mis papás que me gustaban las niñas y que me dieran la espalda. O, incluso aunque no me la dieran... ¿qué diría mi familia? ¿y mis tías de la socialité? ¿mis abuelos? ¿me invitarían a las reuniones familiares? Me darían la espalda, todos, o hablarían de mi a mis espaldas, que era peor. Sentirme observada, vulnerable, juzgada. ¿Qué dirían mis amigas? ¿y los papás de mis amigas? Seguro les prohibirían verme o ellas tendrían miedo de mi.
Y cuando fuera grande, ¿qué? ¿Tendría que estar sola siempre, como Mario? ¿Qué tipo de personas serían mis amigas? ¿Habían mujeres como yo? ¿Yo era la única? ¿YO ERA LA ÚNICA? No conocía a nadie, a n-a-d-i-e, jamás me habían hablado de mujeres que se enamoraran de otras mujeres, ni si estaba mal. Pero yo sabía que estaba mal. A veces me golpeaba en la cara la palabra "machorra", pero era todo. Y yo no era machorra. Me gustaba mi vestido azul y tener el pelo largo, no jugaba futbol, no era machorra. ¿Tendría que serlo?
Decidí que no quería ser machorra, ni ser molestada en el colegio, ni que mis papás me dejaran de querer, ni hacerlos sufrir, ni que mi familia me criticara, ni estar sola. Lo decidí, así como se decide no comerse todos los chocolates de la caja en una sola tarde. Esa no era yo, ni quería serlo.
Y no lo fui, o eso me hice creer durante mucho tiempo. De dientes para fuera, claro, porque aunque había bloqueado esa línea de pensamientos, me seguía sabiendo y sintiendo sola.
Crecí rodeada de amigas, hablando de las Spice Girls, de Hanson, de brillos labiales con olor a chocolate y de todos sus novios. Yo nunca tuve uno. Me gustó un güerito cuando tenía 10 años, pero hasta ahí. Sentía casi la obligación de encontrar alguien a quien atribuirle mi pendejo corazón por temporadas, porque si no me inventaba eso, no tenía de qué carajos hablar.
Con el tiempo, le fui perdiendo el miedo y aprendí el significado de la palabra lesbiana. Que, por cierto, me sonaba horrible. Luego, aprendí que no todas las lesbianas eran machorras, así, traileras, cabronsísimo. Cuando tuve como 12 años, apareció frente a mi por primera vez el concepto "bisexual" y sentí que algo encajaba dentro de mi. Me gustaba sentir que tenía opciones, no tener que dejar de ser yo para pertenecer a un concepto. Me gustaba saber que no tenía que ser machorra, pero que estaba bien que no me encantaran las faldas y los tacones. Me gustaba saberme menos confundida.
Sin embargo, a pesar de que resolvía poco a poco la maraña de ideas que tenía, me seguía sintiendo sola. No quería decírselo a mis amigas, no estaba preparada. Más de una vez estuve a punto de decírselo a una de ellas, la única que sigue a mi lado más de 10 años después... la Flaca era alguien a quien yo admiraba mucho y sabía que no me iba a juzgar, pero ni siquiera me pasaba por la cabeza cómo soltar algo así de grande.
Me sentía sola, además, porque de las 30 mil personas que habían en mi pueblo, no había ninguna mujer lesbiana. No tenía un modelo a seguir, alguien a quien mirar hacia arriba, una sola mujer que me hiciera ver que no era la única pinche freak en todo el pueblo. Que había alguien más como yo, allá afuera, que no me iba a pasar nada.
Es difícil de entender cuando creces en una ciudad, lo supe después. En un pueblo, todos son hijos de alguien, sobrinos, ahijados y todos están bajo la lupa de la chingada gente. Mi mamá y todas las mamás de mis amigos eran omnipresentes. Todo el mundo se enteraba de todo lo que hacías y dejabas de hacer. Siempre me pregunté qué iba a pasar si me llegara a gustar alguien, fuera hombre o mujer. Pero, ¿quién me podía gustar? Era la única pinche lesbiana de mi pueblo. O bisexual. No estaba segura.
¿Cómo se supone que yo descubriría quién chingados era? ¿Iba a estar sola el resto de mi vida? ¿Jamás iba a tener novia? Estamos hablando de principios de los dosmiles, viviendo en mitad de la nada, en una ciudad pequeña, léase "pueblo", en el cual todo el mundo sabía quién era. Me sentía asfixiada, observada. Yo no tenía otra realidad con la cuál comparar en la que yo vivía, así que pensé que sería lo mismo en donde sea.
En el 2003 sucedieron muchas cosas.
Primero, aparecieron haciendo un escándalo impresionante dos chavitas vestidas de colegialas besándose bajo la lluvia. Ustedes pueden decir lo que quieran, pero el ver que Lena y Julia se besaran en todos los canales me hizo vibrar y sentir que no estaba sola, que había alguien más allá afuera, no importaba qué tan lejos, que era igual que yo. Todo el mundo hablaba de eso, para bien o para mal. Los comentarios negativos era algo que esperaba, pero los positivos de las personas que menos me imaginé, me hicieron sentir una aceptación indirecta que no había sido consciente de necesitar.
Poco tiempo después, encontré en la televisión la película "The Truth About Jane" una tarde que me quedé sola en casa. Ellen Muth era Jane, una gringuita de pocos años más que yo enamorada de una amiga de la escuela. Durante la película, Jane se sentía sola y diferente, aterrada por sus sentimientos, rechazada por sus padres. Me sentí identificada, por supuesto, me dio muchísimo miedo tener que vivir lo que ella vivía... y al mismo tiempo, sentí que no estaba sola, que había alguien allá afuera, no importaba qué tan lejos, que era igual que yo. Jane tenía amigos que la aceptaban y sus padres, al final del cuento, terminaban haciéndolo también. El proceso había sido difícil, pero me dio esperanzas.
Por último, tuve la oportunidad de leer a lesbianas y bisexuales. Y eso sí que construyó algo muy fuerte dentro de mi. Me sentí acompañada, me sentí protegida. Sentí como si hubiera encontrado cientos de "madres sustitutas" a través de Rompiendo el Silencio, una revista lésbica chilena, a quien le debo más que a todo lo anterior. Por primera vez tuve la oportunidad de meterme en la cabeza de mujeres como yo y saber lo que pensaban, cómo vivían, a qué se dedicaban. Eran hermanas lesbianas, bisexuales, mujeres, latinas, como yo. Eran fuertes, inteligentes, interesantes y me cuidaban, aun sin saberlo, aun sin haberme puesto jamás en contacto con ninguna de ellas.
Me sentí un poco menos sola, a pesar de que "nada había cambiado" en realidad. Me sentí menos sola, más segura. Y si, seguía viviendo en el mismo pueblo de mierda, seguía bajo la lupa, seguía estando dentro del closet y sin visitas en él. Pero algo había cambiado dentro de mi, tenía esperanzas, sabía que no importaba hacia dónde caminara, yo tenía la oportunidad de romper con el estereotipo de homosexualidad jodida bajo el que había crecido.
Entendí, por primera vez, que ser lesbiana o bisexual era algo que me pertenecía, pero no me definía. Que podía ser muchas cosas más además de eso, que no tenía que darle explicaciones a nadie si no se me daba la gana, que tenía una oportunidad de crecer fuerte, de llevar una vida normal, sin ser marginada o rechazada.
Poco tiempo después me enamoré, me fui de vivir del pueblo y todo pasó demasiado rápido después de eso. Tuve la oportunidad de conocer mujeres maravillosas que cuidaron de mi cuando fui muy joven y que siguen siendo amigas mías hasta el día de hoy. Tuve la oportunidad de experimentar quién chingados quería ser. De que me rompieran el corazón y enamorarme otra vez, y otra, y otra.
Y si, mucho tuvo que ver que me salí del pueblo para estudiar, pero hoy puedo regresar ahí sin miedo. Incluso si me hubiera quedado ahí, sé que las cosas hubieran mejorado lento, pero seguro.
Las cosas mejoran y eso es algo que quiero dejar claro para cualquier persona que de pura cagada llegue a éste post con el mismo sentir. No estás solo, no eres la única que está confundida, no eres el único que siente que nació en el cuerpo equivocado, no eres la única que odia tener que usar vestidos. No estás solo, habemos muchos como tú y todo va a estar bien, aunque tu vida parezca una broma de mal gusto en éste momento.
No todos los padres echan de casa, no todos los amigos dan la espalda, no todos los adultos son de mente cerrada, no toda la familia te juzga. Y aun si así fuera el caso, no estás solo, de verdad que habemos muchos.
Habría sido algo que me hubiera gustado saber todo el tiempo que me sentí sola y asustada, que me sentí fuera de lugar, que me sentí sin esperanzas. Espero que ésto llegue a mi yo del pasado o a quien quiera que lo necesite.
miércoles, 16 de octubre de 2013
Amiga de mierda.
Hace como dos meses, le llamé a Superman a media noche un jueves cualquiera. Estaba con su novia y, a pesar de que insistí en marcarle luego, ella insistió más en que no era necesario. Sabía que no le iba a volver a marcar, supongo.
Tenía no recuerdo cuánto tiempo que no hablábamos. Meses, probablemente, de verdad que no lo recuerdo. Desde su cumpleaños, tal vez, y antes de eso, desde una tarde que nos quedamos dormidas en su casa. No la volví a buscar después de eso, hasta aquel jueves cualquiera.
Me sentí culpable, por eso la busqué.
Semanas antes, me había llamado por teléfono. Estaba llorando, me necesitaba y yo no tenía tiempo de verla. Tampoco tenía ganas de verla, no las suficientes para mandar mis pendientes al carajo por una amiga llorando al teléfono, ¿nos vamos entendiendo? Mientras hablábamos, pasamos una al lado de la otra en una calle cerca de mi casa. Ella me vio, yo no la vi a ella. Lloró más. Quedamos de vernos luego y nunca pasó.
En ese momento no sentí nada. Y seguí sin sentir nada, o aparentando no hacerlo, hasta aquel jueves cualquiera.
Me sentí culpable. Me sentí culera. Me sentí mala amiga. Me sentí heartless bitch.
Y es que ella es una amiga de mierda. Para ser sinceras, es una de las peores amigas que he tenido en la vida. Sin embargo, el 99% de las veces que me he caído al suelo (y no ha sido ella quien me ha empujado), ha estado al pie del cañón, pendiente de mi, apoyándome, sin importar que hayamos estado peleadas a muerte o que, segundos antes, la haya mandado a la chingada.
Y bajo esa línea de pensamiento fue que me sentí heartless bitch.
No nos habíamos visto en meses, ni por equivocación. Viviendo en la misma ciudad, se acaban las excusas, ¿no? Pero yo no di ni una sola, nomás no volví a aparecer en el cuento. No quise volver a aparecer en el cuento.
No tenía ganas de verla. Nadita. Y no sabía por qué, si en realidad, no había sucedido algo contundente para que yo pusiera tierra de por medio. Discutimos una vez porque ella, aparentemente, no soporta el bromance que tengo con uno de mis mejores amigos y se sintió "desplazada". Fuera de eso, nada.
Me pegó como chingadazo en la frente ese mismo jueves, unas horas antes de llamarle, mientras manejaba al centro.
Superman y yo, en ese momento, no teníamos un solo conflicto. Sin embargo, dentro de mi sentía esa revolución de emociones y una chispa de no sé qué chingados que me impedía estar en paz cuando estábamos juntas. Misma chispa que me llevaba a estar hiper-sensible a absolutamente todo lo que decía y hacía. Mi nivel de tolerancia para/con ella era ínfimo y quería lastimarla con cada palabra que salía de mi boca. Y entonces entendí que no quería lastimarla, como tal, si no "regresársela".
El conflicto venía de antes. No la había perdonado. Incluso hoy, no termino de hacerlo. Y la verdad, es que no tengo idea qué porción de la enorme cantidad de mierda que tenemos a nuestras espaldas es la que me sigue molestando. O si son varias. O si es una combinación. No confío en ella y, además, le tengo resentimiento.
Ni siquiera creo que se trate de la etapa en la que estuvimos en una relación, si no de la lista eterna de chingaderas que se ha desarrollado en el proceso de adaptación para ser amigas.
El día que nos quedamos dormidas en su casa, por ejemplo, se aventó la puntada de decir que X ex suya había sido la única ex inteligente que había tenido. Léase: a) Para ella, lo nuestro no fue una relación. b) Para ella, yo soy una pendeja.
Siendo sincera, estoy consiente de que un comentario así debería valerme madre, pero por alguna razón, no lo hace. Me enojé. Mucho. No le hice un escándalo, no le dije nada en ese momento, pero sentí cada latido explotándome en la cabeza. A pesar de haberme controlado, es algo que no pasé por alto.
No la he perdonado, señoras y señores. Puedo, mentalmente, hacer una lista medianamente vergonzosa de situaciones un poquito menos pendejas que la anterior, que me duelen/arden/emputan/decepcionan y que, en su momento, me tragué en seco.
Aquel jueves cualquiera, le llamé para explicarle precisamente eso, pero no pude. Estaba-con-su-novia. Lo único que atiné a hacer, fue pedirle perdón por no haber estado cuando me necesitó y por ser mala amiga. Ella estaba muy feliz de escucharme, de que habláramos después de tanto. Prometí que nos veríamos pronto, por supuesto.
Pocos días después, le pedí que habláramos. Tengo que admitir que fue un poquito mi error pedirle permiso, porque conozco a pocas personas más saconas que Superman... pero el cuento es que me mandó a la chingada. Que ya estaba harta de que siempre sacara a cuento lo mismo de siempre.
Quise decirle que no era lo mismo de siempre, que era algo importante, pero la realidad es que, si fuera ella, yo también estaría harta.
Y pues bueno, "ahí quedó". No nos vimos.
Yo no tengo corazón para pararme frente a ella y ponerme a llorar de rabia y tristeza por la cantidad de cosas que se me atoran entre pecho y espalda cada vez que estamos cerca, ahora que está tranquila y feliz.
Ese día llegará solo en algún momento, o desenredaré mi cabeza y la perdonaré sin necesidad de hablar. Lo que ocurra primero. Supongo que dentro de ese proceso tengo que resignarme a que es una amiga de mierda. Ella, por lo visto, se resignó a que yo lo sea.
La quiero con toda mi alma, pero no estoy segura si el día de hoy puedo convivir con la bomba cronometrada que somos una para la otra.
Ni ella, ni yo sabemos qué cable cortar.
miércoles, 4 de septiembre de 2013
Indecente.
Mi papá es un hombre que, a sus 50 años, tiene una mentalidad lo suficientemente abierta para tener una conversación decente acerca de sexualidad. A comparación de lo negada que está mi mamá para hablar del tema, por ejemplo.
Por costumbre, trato de mantener el plan "hipotético", a pesar de tener 24 años y haber dejado bastante clara mi postura en cuanto a la virginidad y la religión en relación a la sexualidad. No termino de pensar que es mi papá y que le debo aunque sea un poquito de respeto a lo que él hubiera esperado de mi.
No es que sea mocho, pero nació hace 50 años y fue criado diferente. Lo tengo claro. Las razones que me impiden tener el valor de dejar atrás las situaciones hipotéticas como referencia en nuestras conversaciones son dos:
1. El no sabe que no soy heterosexual.
2. Una conversación que tuvimos hace muchos, muchos años.
Tenía como 17 y hacía como un año que había tenido sexo por primera vez. Mi mamá iba dormida y mi papá iba manejando, nos quedaban varias horas de camino y apareció el tema de una amiga que se había embarazado. Una cosa llevó a la otra y, de repente, estábamos hablando acerca de la diferencia que existe entre lo que se espera de una mujer y de un hombre sexualmente hablando en la sociedad.
Le decía que era injusto que a los hombres se les incitara y presionara desde la pubertad a iniciar su vida sexual y que de las mujeres, lo único que se esperara, es que cerraran las piernas durante 10 años aproximadamente. Que se debería ser libre de decidir si quieres iniciar tu vida sexual a los 15 o a los 25, sin importar tu género.
El me dio la razón en algunas cosas, pero me dijo que a pesar de que habían pasado más de 20 años desde que el había tenido mi edad, las situaciones eran las mismas, las personas eran las mismas. Y que, al final del cuento, sin importar qué tan cogedores habían sido los hombres, no buscaban a las chavitas con las que se la habían "pasado bien" para casarse.
Los hombres siempre, siempre, siempre se querían casar con la virgen, con la decente, con la que no tenía "mala reputación" y con la niña de familia.
Yo nomás no supe qué decir.
En mi cabeza daban vueltas bastantes argumentos en los que "bueno, pero si de todos modos, yo no me voy a casar con un hombre" era el que sonaba más fuerte. Y luego me puse a pensar en que cabía la posibilidad de que me llegara a gustar un hombre, tanto como para tener una relación. Y si nos enamorábamos y nos queríamos casar... pues una cosa es decir "he cogido antes" y otra, muy diferente, es aventarte el "he cogido antes con mujeres".
Lo veía como una posibilidad remota, pero no paraba de darle vueltas en mi cabeza. En ese momento no tenía una pareja, pero definitivamente no me veía cerrando las piernas de nuevo ni siquiera por un año, mucho menos hasta casarme. Y no cerrar las piernas, equivalía a que, si llegaba a enamorarme de un hombre o una mujer que tuviera una idea parecida a la de mi papá... ¿qué iba a hacer?
¿Mentir? ¿Era mentira o era omisión? No podía con la idea de cagar un buen futuro por que mi reputación asustara a la persona de la que yo me hubiera enamorado. Con la cual me quisiera casar.
Algunos años y camas recorridas después, mi hermana me preguntó con cuántas personas había estado. Mientras contaba (con una mano) recordé esa conversación con mi papá. Y entonces lo tuve claro y sentí cómo un peso que no sabía que tenía encima desde ese momento, desapareció.
La situación hipotética en la que mi futuro matrimonio se viera destrozado por la lista de personas con las que me he acostado es completamente irreal. Imposible. Simplemente no me veo en una relación con una persona que se sienta con la autoridad moral de juzgarme por lo que hice, hago o dejo de hacer con respecto a mi vida sexual, mucho menos casándome con ella. No creo que en algún momento yo pudiera llegar a estar interesada en alguien con ese perfil.
"Papi, pues si el hombre del cual me enamore tiene el descaro de recriminarme con quiénes o con cuántos lo hice antes de hacerlo con él, no es él quien me va a dejar. La que agarre sus chivas y lo mande a la chingada, seré yo. Absolutamente nadie tiene derecho a pedirme cuentas acerca de mi vida sexual"
La respuesta está en mi cabeza y, si algún día vuelvo a tener esa conversación con mi papá, definitivamente sé qué contestaría.
viernes, 30 de agosto de 2013
Lentejas.
El primer recuerdo que tengo de las lentejas, fue en el jardín de niños. Parte de una actividad artística era hacer un dibujo relleno de lentejas.
Metí la mano completa en el bote que llevó la maestra y descubrí, maravillada, que eran pequeñitas como el arroz, pero no picaban, porque eran redonditas como los frijoles. No pude hacer más que abrir y cerrar la mano dentro del bote con todo el cuidado del mundo por no sé cuánto tiempo.
Muchos años después, ese incidente hizo que Amelie, de Jean-Pierre Jeunet capturara mi atención en los primeros minutos y después, se convirtiera en una de mis películas favoritas.
En mi casa nunca hubieron lentejas. Ni crudas, ni cocidas. A mi querida madre no le gustaban, por lo tanto, estaban prohibidas. Las comía, algunas veces, en casa de mi tía. Deliciosas, pero tremendamente difíciles de controlar con ese calducho turbio y los trozos de embutidos.
El primer recuerdo que tengo de mi enamorándome de las lentejas, aparece algún tiempo después. Quizá tenía 10 años, no lo sé. La mamá de una de mis mejores amigas hizo unas lentejas "duras". Eran algo entre puré de papa y frijoles refritos, pero con un sabor dulzón que me conquistó desde la primera cucharada.
Debut y despedida. Honestamente, no recuerdo haberlas probado nunca más, aunque pudo haber sido que si, pero no guardo el recuerdo. Son ese tipo de cosas a las que no les prestas atención cuando tu máxima preocupación es chupar "a fondo" el platito del Duvalín.
Mientras crecía, el recuerdo del "puré de lentejas" se hizo cada vez menos recurrente. Cuando se me venía a la cabeza cada muchos años, la pregunta sin respuesta de la receta no era algo que me generara demasiada curiosidad hasta hace algunas semanas me desperté con el sabor de ese pinche puré de lentejas en el paladar. Cual si estuviera embarazada, el recuerdo del exquisito sabor de las lentejas dulzonas no me dejaba vivir.
Después de preguntarle a toda mi parentela acerca de la receta sin tener una respuesta, decidí que lo único que podía hacer era cocinarme yo misma el ticket hacia aquel sabor tan de mi infancia. Desde cero. Tratar de materializar ese recuerdo casi insípido en un sabor que yo pudiera desfragmentar y luego, volver a crear en la cocina de mi casa.
¿Qué era lo peor que podía pasar? Perder $20 y media hora de mi vida en el intento.
Resultó que me equivoqué. En realidad, gasté $40 en los ingredientes de la receta y no me llevó media hora de mi vida, si no una hora completa de incertidumbre.
Lo que gané, sin embargo, fueron las lentejas más ricas del mundo. Idénticas a las que probé en mi infancia y mejores, porque las hice yo. Fue una de esas pequeñas victorias con uno mismo que te hacen infinitamente feliz.
No quiero parecer Tita, de "Como Agua Para Chocolate", pero les comparto mi receta. MI RECETA. Es la primera vez que puedo decir que cociné pensando, que me tomé la molestia de abstenerme de revolotear por la cocina cocinando con la nariz solamente y racionalizar todo lo que mi nariz me decía que hiciera, así que espero que aprecien muchísimo lo que están a punto de leer.
"Puré de Lentejitas"
Ingredientes:
2 tazas de lentejas.
2 plátanos machos maduros.
2 papas pequeñas.
4 tazas de agua.
1 diente de ajo.
2 cucharadas de mantequilla.
1 cucharada de jugo de limón.
2 cucharadas (aprox) de sal gruesa.
1 pizca de pimienta.
1. En una olla mediana se ponen a hervir el agua, el diente de ajo, la sal y la pimienta. Se deja hervir durante algunos minutos.
2. Se agregan las dos tazas de lentejas, los plátanos y las papas previamente pelados y cortados en trozos grandes y se dejan hervir durante aproximadamente 10 minutos a fuego medio, o hasta que las lentejas y las papas estén cocidas.
3. De acuerdo a la cantidad de caldo que se tenga, se deja consumir entre 5 y 10 minutos a fuego alto, cuidando que las lentejas no se peguen. Cuando el caldo se haya consumido lo suficiente, se quita la olla del fuego.
4. En una sartén grande a fuego lento se van agregando las lentejas, el plátano y las papas tratando de escurrirlas lo más que se pueda. Una vez que todo el contenido de la olla se encuentra en la sartén, se le sube la llama a fuego medio y se utiliza un machacador para hacer puré e integrar todo lo más homogéneamente que se pueda.
5. Se va moviendo regularmente el puré, buscando consumir el resto de líquido que queda. Una vez que está lo suficientemente sólido, se le agrega el jugo del limón. Luego se acomoda el puré en la mitad de la sartén y se pone a derretir una cucharada de mantequilla en la otra mitad. Se va incorporando poco a poco el puré y se repite lo mismo en la otra mitad del sartén con la otra cucharada de mantequilla.
6. Se mueve el puré de forma envolvente hasta que se consigue una consistencia parecida a la de los frijoles refritos.
P.D. Si alguna hace mis lentejitas, por favor, háganmelo saber. Me haría sentir muy orgullosa.
miércoles, 17 de julio de 2013
Reinventarme
Éste post existe más de una vez. No sé exactamente cuántas veces lo he escrito, pero sé que ya existe.
Aparentemente mi vida está escrita en círculos y aparentemente no tengo otra opción más que leerla en círculos. Aunque piense, por ratos, que no es así. Círculos. Círculos. Círculos.
Me encuentro, una vez más, frente al déja vu que ha existido desde el final de mi infancia:
Sola, en medio de un mar de gente que me rodea, pero no me acompaña. Que me conoce, pero no me comprende. Que está, pero no está. En paz con la vida, demasiado en paz. Con la picazón de tirar algo al suelo y hacerlo pedacitos, por el puro gusto. Por romper el orden, carajo. Por dejar atrás ésta sensación de que pasan y pasan las páginas, pero la historia se quedó estancada en el capítulo anterior.
Después de romperme la cabeza escribiendo finales felices para todas mis historias sin concluir, decidí que las historias no me importaban más, que me aburrían, que me frustraban. Opté por un final abierto, una omisión o lo que fuera que me dejara en paz lo más pronto posible. Y me doy cuenta que en esas conclusiones, me faltaron palabras por escribir. Que siguen acumulando en mi algo negativo, de vez en cuando. Que hay personas cuya existencia no me afecta, siempre y cuando no existan a mi alrededor. Pero cuando me acuerdo de ellas, me siguen raspando.
Y luego me di cuenta que llevo no sé cuántos miles de siglos sin dar un primer beso, por ejemplo. Sin que alguien me haga perder tantito la cabeza. Sin una historia de amor. El último gran amor que tuve, fue hacia mi misma. Importante e imprescindible, claro, pero creo que me corre por las venas el ser una romántica con ganas de enamorarse como idiota.
Además, ésta re-pinche sensación de "lo mejor está por venir" en plan película adolescente que no me deja en paz. Siento que estoy caminando por toda mi casa, mientras espero ese "algo" que me falta y que no termina de llegar.
Mi vida está demasiado en paz. Y no quiero drama, no quiero desmadres... solo quiero algo, pero no sé qué.
La monotonía es la culpable.
Necesito reinventarme.
lunes, 3 de junio de 2013
Maestro.
Hay muchas mañanas en las que, al despertar, tengo la ligera sospecha de que alguien, durante la noche, me puso un respirador artificial conectado a una pipa de agua con marihuana.
Ésta mañana fue una de ellas.
Después de levantarme norteada a la una de la tarde y salir corriendo a regar las margaritas, me volví a tirar en la cama a terminar de despertarme. Los recuerdos de mi sueño comenzaron a aparecer como música de fondo, al principio. Después, se convirtieron en pequeñas secuencias sin ton, ni son.
Dentro de la cantidad de pendejadas que soñé, hubo una que llamó de lleno mi atención. Por más que trato de darle un sentido coherente, no lo logro.
Era yo, en una ciudad bien fría, con arquitectura colonial, de esas que casi no hay en México. Caminaba en una calle de subida y al dar la vuelta en una esquina, habían tres cabrones con pinta de maleantes. Según yo, bien discreta, me daba media vuelta para regresar por donde había venido y evitarme el problema, pero no lo conseguía. Uno de ellos me trataba de agarrar y yo presentía que ya me había llevado la chingada. Corría calle arriba, pero, aunque pasaban carros, ninguno se detenía a ayudarme. No sé si estaba amaneciendo o atardeciendo, el cielo estaba nubladísimo y casi no había gente en la calle. Uno de ellos me alcanzaba, bastante pronto, pero no me hacía nada más que amenazarme. Después de dejarme bien claro que "a la próxima, no la contaba", yo salía pitando de ahí.
Llegaba a una casa algunas cuadras después, cagada de miedo y de cansancio. Hasta en mis sueños, mi condición física deja mucho que desear. Estaba pintada de verde pistache con los detalles en blanco y las rejas negras. Era una casa antigua, con puertas hasta el cielo y ventanales hasta el suelo.
Estar ahí me hacía sentir menos vulnerable que corriendo por las calles. La casa no era mía, pero hasta ese momento, sólo me quedaba claro que era un lugar en el que me sentía cómoda y me resultaba familiar. Por dentro, era muy amplia y con menos paredes de lo que se acostumbra. La sala y la cocina daban directamente al patio interior en donde había una pileta de agua. El suelo del patio estaba mojado, había estado lloviendo. Los muebles eran antiguos y sin mucho lujo. Parecía la casa de los abuelitos de alguien.
Atravesaba la sala y caminaba hasta el fondo del pasillo, en donde había un cuarto con la puerta entreabierta.
Yo iba entre diciendo y gritando un nombre, aun alebrestada por el susto. No recuerdo cuál, por más que lo intento. Nadie me respondía. Ahora en mi mente estaba claro: era la casa de mi maestro.
Por como percibía yo la situación, había sido su alumna hace algún tiempo y teníamos una relación de confianza, pero hasta ahí. Sentía que el sabía más de mi que yo de el.
Al llegar a la puerta del cuarto, me encontraba con mi maestro atravesado sobre la cama de sábanas blancas de algodón, de esas que hay en todas las casas de las abuelitas de todos lados. Tenía el pantalón de una pijama y la cara enterrada en la almohada.
Esperaba encontrarlo despierto. O vestido. O las dos, en todo caso. Pero me encontraba ésto y me desconcertaba. En mi cabeza pasaban, a toda velocidad, líneas de pensamiento en las que cuestionaba mi falta de educación al entrar con esas confiancitas, la vergüenza casi humillante de haber visto a mi maestro en esa situación tan poco ortodoxa y la posibilidad de que él se hubiera dado cuenta. Por último, entretejida con todo lo anterior y mis pies queriendo volar hacia el final del pasillo, la idea de que de alguna forma que no podía explicar, me había gustado.
Al llegar a la sala, me dejaba caer en un sillón horrible, tapizado de terciopelo verde. Aunque estaba inmóvil en un rincón de la habitación, mi mente seguía acelerada. ¿Me gustaba mi maestro? ¿Cómo? Si lo conocía hace tanto tiempo y siempre me había parecido de lo más ordinario. Además era mayor que yo. Varios años mayor que yo. ¿Cuántos? ¿Veinte? ¿Estaba casado? No estaba casado, vivía solo... no sabía nada de el, de su vida personal, de por qué tenía una casa tan grande, tan antigua y tan sola.
Me sentí, de repente, como en Aura. En una casa vieja, a media luz y con tanto pinche verde a mi alrededor. Con un hombre mayor que yo, cuya edad no sabía y que había pasado de ser alguien "viejo" y absolutamente nada atractivo a.. ¿Cómo es posible que me hubiera descontrolado así el verlo dormir, carajo?
En esas andaba yo, cuando el hombre en cuestión, aparece la puerta. No hace referencia a haberse dado cuenta de mi intrusión, pero algo lo debió haber despertado. Algo, léase, la pendeja de mi. Me paro del sillón con una agilidad que no conocía.
El comienza a caminar hacia mi, atravesando la habitación sereno, impasible. A la pasada, agarra una camisa blanca del respaldo de una silla y se la echa sobre los hombros.
Antes de poder abrochársela, llega a donde yo estoy, con ganas de salir corriendo por la misma puerta por donde entré, pero con los pies clavados al suelo. Me saluda con un abrazo confiado, como se saluda a un niño pequeño. Eso me hace sentir avergonzada por estar pensando en lo que estoy pensando, humillada, por no sentirme correspondida y, extrañamente, aliviada precisamente por no sentirme correspondida.
A él se le hace de lo más normal encontrarme sentada en su sala y me ofrece algo de tomar. Comienza a platicar de algo en un tono monótono, yo respondo en algunas ocasiones. Todo el tiempo me siento inferior, todo el tiempo me pega como un martillo el sentimiento de respeto y admiración y yo no sé qué.
Justo antes de despertar, el sueño me devuelve esa sensación adolescente y casi olvidada de que te guste alguien tan lejano a lo posible, tan incorrecto, tan superior. Y de lo tortuosamente delicioso que se siente.
lunes, 29 de abril de 2013
Las nubes no hablan.
Ayer vi a Nube por primera vez después de seis años.
Luego de un tiempo prudentemente largo de no saber la una de la otra al terminar nuestra relación, nos seguimos comunicando esporádicamente. Letras y más letras, una que otra llamada, nos veíamos pasar a lo lejos. Estar una para la otra en esas ocasiones de mierda. Estar presentes. Hasta ahí. Jamás nos tomamos un café, ni coincidimos en una fiesta, ni nos encontramos en la fila de las tortillas.
Ella cambió y yo cambié, nuestras vidas giran en ejes diferentes y, por más ridículo que parezca, en una ciudad tan monótona como Mérida, esos ejes nunca se intersectaron.
Ayer la vi y, la verdad, hubiera preferido no verla.
Se dio una de esas situaciones que parecen sacadas de una película gringa. Resultó que coincidiríamos, ella, su novia y yo, en una fiesta de demostración de productos en una Sex Shop. Ambas estábamos muy emocionadas por estar en las mismas coordenadas finalmente, con tantos intentos fallidos.
Seis quince de la tarde. Se abre la puerta. Entran Nube y su novia a la Sex Shop, llena de lencería y dildos de todos tamaños, colores y formas. Volteo y sonrío.
Después de seis años de comunicación regular, pero intangible... mi primer impulso fue tangir.
Mi segundo impulso, fue bajar los brazos en plan "abrazo de oso" a una altura decente para el "toquecito" en el hombro a veinte centímetros de distancia, con la punta de los dedos, mientras decía en voz modulada y sin derecho a tomar aliento un "hola.cómo.estás.ha.pasado.mucho.tiempo.muy.bien.también.ah.mucho.gusto.novia.de.Nube.yo.soy.Goma.Rosa.qué.bueno.verlas.comper" justo antes de fingir demencia e irme al carajo.
Estuve a no más de dos metros de distancia durante los siguientes noventa minutos, dije al menos diez palabras por minuto. Dije novecientas palabras a dos metros de distancia, de las cuales no más de cuarenta fueron hacia ella.
Podría comparar la sensación con tener un cristal a prueba de sonido entre las dos a través del cual sólo podíamos comunicarnos por medio de un teléfono, sobre el que su novia estaba sentada.
¿Honestamente? Podría asegurar que no fue por presencia, no va por ahí el asunto. La sujeta creo que ni sabe que Nube es mi ex. La realidad es que el entorno no ayudó, habían demasiadas personas en un espacio reducido, hablando de sexo y dildos y lubricantes y estimulación anal.
A mi, esa madre no me cohíbe en lo más mínimo, pero supongo que no todos somos harina del mismo costal.
Sin embargo, eso no quita que la situación haya sido de las cosas más incómodas y decepcionantes que de vivido en el año. Jodido, les digo. Jodido a morir. Y triste. Qué reencuentro tan pendejo e impersonal.
Pasan las horas y me siento cada vez más molesta al respecto.
Ruéguenle a Dios que no se me haga berrinche.
lunes, 4 de marzo de 2013
Marina & Ulay
Marina Abramovic es una artista dedicada al performance. En los 70's, tuvo una relación amorosa con Ulay, tan intensa como dos artistas pueden tenerla. Durante aproximadamente cinco años, vivieron y viajaron en una furgoneta realizando performances.
En determinado momento, su relación se volvió tensa y sintieron que ya no daba para más. Marina soñó "el mejor final para ellos dos" y lo realizó con Ulay:
Viajaron a La Gran Muralla China y comenzaron a caminar cada uno de un lado, encontrándose a mitad del camino para abrazarse y no volver a verse jamás.
En el 2010, alrededor de 23 años después, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, dedicó una retrospectiva a la obra de Marina.
Dentro de lo expuesto, existía un performance en el cual Marina compartía un minuto de silencio con cada extraño que se sentaba frente a ella.
Ulay llegó a dicha exposición, sin que Marina lo supiera.
Éste es el resultado.
Ver éste video me hizo tener un rush de emociones. La expectativa de Ulay montada paralelamente a ella en el performance y entonces... EXPLOTAN.
No necesitaron decir absolutamente nada, no necesitaba, incluso, el cambio de música de fondo. Las miradas fueron más claras que las palabras.
Puedo arriesgarme a decir que no habría alguien incapaz de insertar palabras en éstas miradas.
Tal vez todos necesitamos, en algún punto, un viaje a la muralla y que los años y la vida conviertan el reencuentro en algo así de épico.
jueves, 17 de enero de 2013
Las líneas.
Hay noches como ésta, en la que aparecen canciones como ésta y mi cabeza se alinea con alguna estrella, allá arriba.
Una serie de eventos desafortunados para mi, afortunados para ti, que te gusta que te piensen. Pinche protagónica.
Son las noches en las que no necesito ninguna de las fotos que ya borré, ni siquiera aquella en la que tenías un cigarro en la boca y mirabas a la cámara con soberbia, ni siquiera la del anillo que siempre quise y nunca te dije. Ninguna. Ni una sola letra escrita en un papel amarillo que haya tirado a la basura. Ni la única pinche fotografía que tenemos tu y yo.
Nada. Nada. Nada.
Lo tengo todo en la cabeza, tengo cada gesto, cada juego de palabras, la textura de tu cabello, el frío de mis manos, tu brazo sobre mi espalda, el pararme de puntitas, las películas, el crujir de las tablas bajo mis pies, las obscuras manchas bajo mis ojos, las canciones, las estrellas. Lo tengo todo. No porque quiera, si no porque ahí está, en el cajón de todos los recuerdos que están, aunque no lo quiera más.
Aunque no te quiera más.
Y están también los malos, los que ya sabes y estás hasta la madre que te reclame. Pero de esos yo ya no te digo nada.
Lo tengo todo y aparece cada que cierro los ojos, ésta noche, como una melodía sin tiempo reproduciéndose en una pianola.
Y entonces se me llena el pecho de no sé qué. De decepción, supongo, de frustración, de berrinche.
Me viene a la cabeza el recuerdo de mi, a los cuatro años, tratando una y otra vez de dibujar un arcoíris, y llorando amargamente cada una de ellas porque las líneas me salían chuecas. Me viene a la cabeza, entonces, el recuerdo de mi, tratándonos una y otra vez de dibujar un camino por el cual viajáramos las dos juntas y llorando amargamente cada vez porque el camino siempre se borraba antes de terminar. Me viene a la cabeza, finalmente, el recuerdo de mi, tratando una y otra vez de dibujar dos caminos que se intersectaran de vez en cuándo y llorando amargamente cada vez porque...
Tu sabes por qué.
Ni siquiera quiero estar contigo, carajos. Ni siquiera tendría una relación contigo a éstas alturas de mi vida. Pero tu eres la primera en alegar la puta amistad incondicional y también la primera en hacerme una peineta con el dedo cada vez que cambia el sentido del viento.
Y yo te quiero, a pesar de ti. Y me decepciona que, además, seas pésima amiga.
Me rompió el corazón que no hayas estado, hace diez días, que a mi vida se le cayó un pedacito. Sabiendo que sólo contigo me salen las palabras. Porque la mierda nos había llegado hasta el cuello y más arriba, pero siempre habíamos estado. Y no estuviste.
El reloj, ahora sí, me suena como martillazos. Porque a ti ya se te olvidó, pero a mi no se me olvida nada.
Me viene a la cabeza el recuerdo de mi, a los cuatro años, tratando una y otra vez de dibujar un arcoíris, y llorando amargamente cada una de ellas porque las líneas me salían chuecas. Mi mamá me dijo "pues dibuja otra cosa".
Y dibujé otra cosa.
Y dejé de llorar.
lunes, 14 de enero de 2013
Catarsis
Hasta el momento en el que alguien trató de convencerme de lo contrario, jamás me había dado cuenta de cuánto amaba mi cuerpo.
Mis padres me enseñaron a amar a los animales, a amar la lectura, el orden, el medio ambiente, la música... por desgracia no me enseñaron a amar mi cuerpo. Y viendo en retrospectiva, entiendo ahora que la única razón es por que no sabían cómo.
Crecí amando todo lo que me dijeron que era bueno, pero con una vaga idea que se fue haciendo más firme: así como esperaban que fuera más ordenada y más obediente, también esperaban que fuera más flaca. Luego entonces, entraba en la lista de contras: des-ordenada, des-obediente, des-flaca.
Crecí sabiendo, gracias a mis padres, que era inteligente, divertida, ocurrente, creativa, que tenía un corazón enorme y que valía muchísimo, lo cual les agradezco con el alma. Pero entre líneas se me escapaba el hecho de que a pesar de todo lo que valía, valdría mucho más, si pesara mucho menos.
Son esas cosas que traes en la cabeza, programadas, y no las reflexionas mucho. Siempre hubo algo sobre mi que me molestaba, me hacía ruido y no me cuadraba, pero nunca le presté demasiada atención, por no querer hurgar hacia adentro.
Mirarse al espejo y que me gustara más la ropa cuando estaba en el gancho, siempre fue "lo normal", por ejemplo. Ser introvertida, desconfiada, miedosa. Tener todo eso dentro de mi cabeza, tener las respuestas, las ideas... y quedarme callada, por tener miedo a alzar la voz y que prestaran demasiada atención en mi.
Eso, sumado a que dentro y fuera del núcleo familiar, no conocí a una sola mujer que proclamara el amor a su cuerpo, me hizo deducir que así eran las cosas.
Miles de paradigmas que no ponía el tela de juicio: mi cuerpo no era digno de aplaudirle, los tatuajes y los piercings eran de maliantes, las niñas se ven más bonitas de cabello largo y vestido. Y así nos vamos de largo con todos los pequeños detalles que tus padres esperan que tengas, que tus abuelos esperan que te gusten, que tus tíos esperan que hagas, que cualquiera que forme parte, incluso indirectamente, de tu vida, cree que tiene derecho a esperar. Y te pierdes en ellos.
Antes de cumplir trece años, sentía que todos esos paradigmas, con los cuales había crecido tan cómoda, me estaban quedando chicos. Me estaba cansando de ser lo que alguien más esperaba.
Me cuestioné, por ejemplo, por qué tendría que seguir teniendo el pelo largo. No encontré una sola razón y me lo corté, para sorpresa de mis papás. Cuando tenía quince, estaba se-gu-ra que los piercings no eran de maliantes y me hice uno.
Para ese entonces, también me había cuestionado acerca de lo que "la gente" opinarían acerca de que estuviera enamoradísima de una mujer, pero decidí que no me importaba y me atreví a no quedarme callada.
Por aquellos días, alguien me dijo que se llegaba a la verdadera felicidad cuando lograbas que quien eres, quien quieres ser y quien dices que quieres ser fueran la misma cosa. Comencé a buscar que eso sucediera, desesperadamente. Y lo sigo buscando, todo el tiempo: ser coherente conmigo misma.
Los paradigmas que traía yo programados se fueron rompiendo, me fui atreviendo a hacer, a decir, a pensar, fui levantando la voz, teniendo confianza. Me di cuenta de muchas cosas: de que era más feliz, por ejemplo, de que, de repente, me veía más bonita, de ya no habían tantas cosas que me molestaban de mi, de que la ropa empezaba a darme igual descolgarla del gancho, porque igual no se me veía tan mal.
Cuando fui consciente de eso, entendí que lo que estaba pasando era que empezaba a gustarme a mi misma por dentro y por fuera. Y que estaba comenzando a quererme. Y así me fui queriendo más y más, hasta que me enamoré de mi y de mi cuerpo. Y estuve orgullosa de quien elegí ser, de lo que elegí hacer, decir, pensar, decidir.
No quiero decir que me convertí en la mujer más segura de sí misma del universo, porque no es así. Seguía siendo insegura, seguía teniendo issues, seguían habiendo días malos -y los sigo teniendo- pero los buenos los superan por mucho. Era consciente de que estaba a gusto conmigo misma, de que era feliz... pero dicen que no te das cuenta de lo que tienes, hasta que lo pierdes.
Y hasta el momento en el que alguien trató de convencerme de lo contrario, jamás me había dado cuenta de cuánto amaba mi cuerpo y de cuánto miedo me daba perder todo ese amor. Pero también me daba terror perder "el otro amor" y estuve en jaque. La persona que más amaba en la vida, la única e inigualable, no estaba conmigo porque yo no me veía como ella esperaba que lo hiciera.
Me llevó mucho tiempo procesar la idea. Principalmente, porque no quería procesarla. ¿Quién quiere darse cuenta de que "no se es suficiente" para la persona que ama? Lo dejé en pausa muchísimas noches, sin hacerme la necesidad de decidir. No sé en qué momento, me atreví a cuestionarlo, a cuestionarme... por amor, o por estupidez, según lo quieran ver, pero lo hice. Consideré la posibilidad de cambiar "por amor", aunque en realidad ella nunca me lo pidió, pero luego la dejé en pausa también. No quise decidir por muchos días, por muchos meses.
Y entonces, me aburrí de mi misma y de mi ambigüedad y de mi falta de huevos. No la estaba poniendo en pausa a ella, me estaba poniendo en pausa a mi. Y después de no sé cuánto tiempo de pensar cómo iba a hacer las cosas, las hice... y fabriqué un momento decisivo, en el que a simple vista, quien estaba decidiendo era ella, pero la cruel realidad era que necesitaba un ultimátum, necesitaba decidir en voz alta.
Decidí por mi, por supuesto.
Y me pedí perdón, por tardarme tanto en hacerlo. Y me dolió haber puesto en juego el amor a mi cuerpo que tantos años me costó descubrir. Y se convirtió en esos momentos catárticos de la vida en los que entiendes muchas cosas y te liberas de muchas más.
Me amo más que a cualquiera que yo ame.
Como cualquier amor, no es perfecto. Hay días que no me soporto y quiero mandarme al carajo, hay días que me despierto con ganas tirarme a la basura. Pero me amo, incondicionalmente. Y lo que sea que tenga que cambiar de mi alma o de mi cuerpo, lo cambiaré por amor a mi. No por condición, no por presión o por miedo.
Fue catártico, asiduos lectores.
Espero que sea de esas cosas que lees dos veces y te abren los ojos.
Mis padres me enseñaron a amar a los animales, a amar la lectura, el orden, el medio ambiente, la música... por desgracia no me enseñaron a amar mi cuerpo. Y viendo en retrospectiva, entiendo ahora que la única razón es por que no sabían cómo.
Crecí amando todo lo que me dijeron que era bueno, pero con una vaga idea que se fue haciendo más firme: así como esperaban que fuera más ordenada y más obediente, también esperaban que fuera más flaca. Luego entonces, entraba en la lista de contras: des-ordenada, des-obediente, des-flaca.
Crecí sabiendo, gracias a mis padres, que era inteligente, divertida, ocurrente, creativa, que tenía un corazón enorme y que valía muchísimo, lo cual les agradezco con el alma. Pero entre líneas se me escapaba el hecho de que a pesar de todo lo que valía, valdría mucho más, si pesara mucho menos.
Son esas cosas que traes en la cabeza, programadas, y no las reflexionas mucho. Siempre hubo algo sobre mi que me molestaba, me hacía ruido y no me cuadraba, pero nunca le presté demasiada atención, por no querer hurgar hacia adentro.
Mirarse al espejo y que me gustara más la ropa cuando estaba en el gancho, siempre fue "lo normal", por ejemplo. Ser introvertida, desconfiada, miedosa. Tener todo eso dentro de mi cabeza, tener las respuestas, las ideas... y quedarme callada, por tener miedo a alzar la voz y que prestaran demasiada atención en mi.
Eso, sumado a que dentro y fuera del núcleo familiar, no conocí a una sola mujer que proclamara el amor a su cuerpo, me hizo deducir que así eran las cosas.
Miles de paradigmas que no ponía el tela de juicio: mi cuerpo no era digno de aplaudirle, los tatuajes y los piercings eran de maliantes, las niñas se ven más bonitas de cabello largo y vestido. Y así nos vamos de largo con todos los pequeños detalles que tus padres esperan que tengas, que tus abuelos esperan que te gusten, que tus tíos esperan que hagas, que cualquiera que forme parte, incluso indirectamente, de tu vida, cree que tiene derecho a esperar. Y te pierdes en ellos.
Antes de cumplir trece años, sentía que todos esos paradigmas, con los cuales había crecido tan cómoda, me estaban quedando chicos. Me estaba cansando de ser lo que alguien más esperaba.
Me cuestioné, por ejemplo, por qué tendría que seguir teniendo el pelo largo. No encontré una sola razón y me lo corté, para sorpresa de mis papás. Cuando tenía quince, estaba se-gu-ra que los piercings no eran de maliantes y me hice uno.
Para ese entonces, también me había cuestionado acerca de lo que "la gente" opinarían acerca de que estuviera enamoradísima de una mujer, pero decidí que no me importaba y me atreví a no quedarme callada.
Por aquellos días, alguien me dijo que se llegaba a la verdadera felicidad cuando lograbas que quien eres, quien quieres ser y quien dices que quieres ser fueran la misma cosa. Comencé a buscar que eso sucediera, desesperadamente. Y lo sigo buscando, todo el tiempo: ser coherente conmigo misma.
Los paradigmas que traía yo programados se fueron rompiendo, me fui atreviendo a hacer, a decir, a pensar, fui levantando la voz, teniendo confianza. Me di cuenta de muchas cosas: de que era más feliz, por ejemplo, de que, de repente, me veía más bonita, de ya no habían tantas cosas que me molestaban de mi, de que la ropa empezaba a darme igual descolgarla del gancho, porque igual no se me veía tan mal.
Cuando fui consciente de eso, entendí que lo que estaba pasando era que empezaba a gustarme a mi misma por dentro y por fuera. Y que estaba comenzando a quererme. Y así me fui queriendo más y más, hasta que me enamoré de mi y de mi cuerpo. Y estuve orgullosa de quien elegí ser, de lo que elegí hacer, decir, pensar, decidir.
No quiero decir que me convertí en la mujer más segura de sí misma del universo, porque no es así. Seguía siendo insegura, seguía teniendo issues, seguían habiendo días malos -y los sigo teniendo- pero los buenos los superan por mucho. Era consciente de que estaba a gusto conmigo misma, de que era feliz... pero dicen que no te das cuenta de lo que tienes, hasta que lo pierdes.
Y hasta el momento en el que alguien trató de convencerme de lo contrario, jamás me había dado cuenta de cuánto amaba mi cuerpo y de cuánto miedo me daba perder todo ese amor. Pero también me daba terror perder "el otro amor" y estuve en jaque. La persona que más amaba en la vida, la única e inigualable, no estaba conmigo porque yo no me veía como ella esperaba que lo hiciera.
Me llevó mucho tiempo procesar la idea. Principalmente, porque no quería procesarla. ¿Quién quiere darse cuenta de que "no se es suficiente" para la persona que ama? Lo dejé en pausa muchísimas noches, sin hacerme la necesidad de decidir. No sé en qué momento, me atreví a cuestionarlo, a cuestionarme... por amor, o por estupidez, según lo quieran ver, pero lo hice. Consideré la posibilidad de cambiar "por amor", aunque en realidad ella nunca me lo pidió, pero luego la dejé en pausa también. No quise decidir por muchos días, por muchos meses.
Y entonces, me aburrí de mi misma y de mi ambigüedad y de mi falta de huevos. No la estaba poniendo en pausa a ella, me estaba poniendo en pausa a mi. Y después de no sé cuánto tiempo de pensar cómo iba a hacer las cosas, las hice... y fabriqué un momento decisivo, en el que a simple vista, quien estaba decidiendo era ella, pero la cruel realidad era que necesitaba un ultimátum, necesitaba decidir en voz alta.
Decidí por mi, por supuesto.
"No me puedo imaginar en una relación, después de lograr cumplir la eterna lista de los requerimientos que usted supone, sumergida en ataques de pánico con respecto a lo que espera o no de mi. Llevando las de perder, por supuesto, imaginando las incalculables posibilidades de que no logre cumplir el estándar de calidad y usted me abandone."
Y me pedí perdón, por tardarme tanto en hacerlo. Y me dolió haber puesto en juego el amor a mi cuerpo que tantos años me costó descubrir. Y se convirtió en esos momentos catárticos de la vida en los que entiendes muchas cosas y te liberas de muchas más.
Me amo más que a cualquiera que yo ame.
Como cualquier amor, no es perfecto. Hay días que no me soporto y quiero mandarme al carajo, hay días que me despierto con ganas tirarme a la basura. Pero me amo, incondicionalmente. Y lo que sea que tenga que cambiar de mi alma o de mi cuerpo, lo cambiaré por amor a mi. No por condición, no por presión o por miedo.
Fue catártico, asiduos lectores.
Espero que sea de esas cosas que lees dos veces y te abren los ojos.
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