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sábado, 2 de mayo de 2015

Olor a libro nuevo.



No tengo idea de cómo comenzar esto, así como nunca he tenido idea de cómo comenzar nada en los últimos nueve años. Ni una sola vez. Siempre termino por escribir un párrafo a lo idiota, mientras la inspiración me llega. Este párrafo está por terminar y yo sigo sin saber.

Quisiera tener la frescura y el vale madrismo que tenía a los diecisiete. Soltaba kilómetros y kilómetros de palabras mal escritas a propósito, sin oficio, ni beneficio. Soltaba lo que se me venía a la cabeza y no me importaba en lo más mínimo a dónde iban a explotar esas palabras.

Explotaron en ustedes, supongo, les explotaban en la cara, en los ojos, en las manos. Les explotaban las palabras a carcajadas, a berrinches, a llantos de los buenos. Más de una vez recibí explosiones de palabras de regreso, cambiándome el rumbo, dándome fuerza, mandándome a la chingada.

Y está padre. Está padre saber que la vida tuya está documentada hasta cierto punto, que la locura que se te escapaba por los dedos irresponsablemente, terminó cambiándole el rumbo a alguien, haciéndole recordar lo bueno, cagándole el día con tragedias compartidas, repartiendo amor cuando hubo amor y chingaderas cuando habían por montón.

Sigo dando vueltas sin decir nada, pero la verdad es que ya no sé qué más decir.

¿Alguna vez se han encontrado una caja con cosas de cuando eran pubertos? O si son de los que salieron huyendo de su casa, ¿les ha tocado volver a entrar al cuarto de su infancia? Es como un pinche mausoleo en vida, ¿no? Lleno de juguetes, libros viejos, posters que dan vergüenza de dientes para afuera, pero que te recuerdan a la vida chida, cartitas, libretas llenas de pendejadas y basurita y media con valor sentimental.

¿Ya van agarrando la onda?

Ya no puedo seguir escribiendo en esta libreta vieja, tirada en medio de mi viejo cuarto, en pijama de corazoncitos, con braquets y Shakira sonando de fondo.

Goma Rosa y yo crecimos juntas, pero ya no somos la misma.

Hoy, hace nueve años, Goma Rosa estaba atreviéndose a escribir por primera vez. Lanzando al mundo sus primeras palabras pésimamente escritas, con k, z, h intermedias y una cantidad infinita de cosas que ahorita me dan vergüenza, pero que si no hubiera sido por ella, tal vez hoy seguiría sintiendo que valgo para pura madre.

Ella se la rifó por las dos, se convirtió en el alter ego que yo necesitaba para agarrar fuerza, para comerme al mundo y para creerme de una vez por todas que tenía derecho a ser como se me diera la chingada gana, de hacer lo que se me diera la chingada gana, de pensar como se me diera la chingada gana y no deberle explicaciones a nadie en el proceso.

Ella fue la chavita hija de puta de diecisiete años que se sentaba a llorar e inundaba el teclado, o se sentaba a reírse hasta que le diera hipo, o se sentaba a reflexionar acerca de pendejadas y se atrevía a lanzar lo que le pasaba por la cabeza al mundo entero.

Y los encontró a ustedes, asiduos lectores, que fueron apareciendo y desapareciendo, que fueron cambiando con los años, encontrándome de la nada, queriéndome incondicionalmente y dándome la oportunidad de sentir que, en verdad, no estaba sola en el mundo.

Que había alguien más allá afuera igual de loco, igual de llorón, igual de enamorado o igual de pendejo que yo. Que el corazón duele igual, que a todos nos parten la madre y nos levantamos, que todos nos enamoramos como quinceañeras y que nos cagan las mismas cosas.

A los que han estado desde siempre, desde hace poco o desde hace mucho, a los que han sido intermitentes, o esporádicos, o del diario. A los que lloraron conmigo, crecieron conmigo, se enamoraron conmigo y me dijeron que estaban al pie del cañón cuando me estaba llevando la chingada. A los que nada más venían a joder, a los que me compartieron parte de su vida, canciones rompemadres y libros, a los que les cambié el rumbo, a los que me cambiaron el rumbo, a los que se convirtieron en amigos entrañables, a los que me enseñaron, a los que me dieron fuerzas, a los que se convirtieron en amores bonitos, a los que me aplaudieron y estuvieron felices por mí.

A todos los quiero, a todos los voy a extrañar chingos.

Gracias, Goma Rosa, por los últimos nueve años. Fue un viaje que me cambió la vida y que me dio la oportunidad de cambiarle pedacitos de vida a unos cuantos.

A esta cajita ya no le caben más recuerdos y merezco disfrutar el olor de un libro nuevo.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Esperando Despierta


Hay algo que se mueve entre nosotros, un deseo desesperado por atrapar momentos. Tenemos la posibilidad de sacar miles de fotografías, podemos grabar vidas enteras, podemos repetir una canción hasta romperla. Tenemos frascos de perfume que nos llevan a recordar algunas cosas. Leemos y nos acordamos de muchas otras. Existimos rodeados de vínculos entre el presente y el pasado, la trascendencia, la urgencia por tomar un recuerdo desfragmentado y volver a vivirlo.

En eso he estado pensando desde que te encontré acostada sobre mi cama esta tarde. Elevaste tus ojos hacia mi y brillaron otra vez. Los labios se te separaron de forma adorable en una línea curva, vibrante, brillante, como tus ojos. Te pregunté el por qué de la sonrisa y me derretí al escuchar "porque llegaste".

Se llega a tantos lugares y no nos damos cuenta, se llega a los semáforos, a las oficinas, a los restaurantes, a las tiendas. He llegado a tantos lugares, tantas veces a lo largo de mi vida, para encontrarme cualquier cosa, menos tu sonrisa. Y la forma en la que subía a tus ojos y que te recorría el cuerpo y que te movía el pelo como el viento, sin que lo hubiera.

El saltito que diste al incorporarte, tus largos brazos a mi alrededor, las palmas de tu mano quemándome a través de la ropa, el olor de tu cuello combinado con el del tabaco y toda la luz que se te resbalaba por la piel, iluminándome desde dentro. No cabe esa luz en una fotografía de tu hermoso color azul, ni cabe en trescientas horas de video de tus ojos mirándome, ni en mil minutos de tu voz diciendo mi nombre.

No queda otra que confiar en el recuerdo, en la capacidad celular de repetir una y otra vez con el estímulo falso de mi memoria la presión de tu piel, la textura de tu piel, el olor de tu piel. Y tu sonrisa, chingada madre, que me había quedado esperando despierta durante tantas vidas.

viernes, 23 de enero de 2015

Gritos.




Suelo pensar que a lo largo de mi vida no existe una sola decisión que quisiera cambiar, porque el camino me llevaría a un destino diferente y soy consciente de lo afortunada que soy de estar en donde estoy, con quien estoy, haciendo lo que hago.

Pero otras veces me gustaría no tener un pasado. No tener malas costumbres aprendidas, malos hábitos destructivos, pésimos mecanismos de supervivencia. Me gustaría no tener miedo a dejarme ver vulnerable, a bajar la defensiva, a no ser suficiente, a que me abandonen. 

Hoy me siento amada, completamente, de pies a cabeza y aun así, soy incapaz de dejar de desconfiar de las cosas más idiotas. Puedo pasarme días buscando una piedra gigante, cuando lo único que hice fue tropezar con mis propios pies. 

¿De qué se trata todo esto? ¿Cuánto tiempo más lo que sea que haya construido dentro de mi en el pasado, va a seguir explotando una y otra vez? ¿Por cuánto tiempo más voy a seguir buscando lo que está mal en mi?

Ayer estaba profundamente dormida, cuando sentí a Cielo acostándose justo al lado de mi, me despertó su cuerpo apretándose al mío, su voz diciéndome "te amo" y las estrellas completitas cupieron en mis ojos. 

Unas horas después, apenas el sol entró por la ventana, me desperté con ganas de correr del otro lado de la ciudad y ponerme a salvo. ¿A salvo de qué? A salvo de mi pasado, aparentemente, porque en el presente no había nada a qué tenerle miedo. Sin embargo, las ganas de correr ahí estaban. Y de llorar. Y de pelear, sobre todo, porque es lo único que se hacer cuando me siento amenazada.

Entonces se convierte en una guerra constante entre mis impulsos primigenios y la que intento que sea una mejor versión de mi. Y decido quedarme callada un segundo, no moverme, esperar a que la niña cobarde y conflictiva que me habita deje de gritarme. Pero parece no cansarse de gritar; siento la vibración de su voz en el pecho, en los brazos, en la garganta.

Finalmente, logro convencerla de que Cielo es la misma persona que ayer por la noche me metió bajo las sábanas cuando había frío. Y que con ella nunca siento frío. 

Y deja de gritarme poquito a poco.

jueves, 8 de enero de 2015

Ver el cielo por primera vez.


La primera vez que la vi, tenía una olla de pasta hirviendo a medio escurrir entre las manos. Escuché sus pasos atravesando mi casa y para cuando llegó a la cocina, la expectativa me estaba matando. Se apoyó en el marco de la puerta con las manos en las bolsas y me miró divertida mientras me ofrecía ayuda. Estuve a punto de soltar la olla y acabar con mi dignidad, pero logré convertir el desastre en una sonrisa idiota.

Ya la había visto antes, por supuesto. Tenía poco más de un mes que había aparecido en mi vida con una serenidad contagiosa y pláticas hasta el amanecer. Nos hicimos amigas desde el primer día y el pasar tiempo juntas se hizo un hábito creciente. Sin planes, sin silencios incómodos. Hablábamos como si no hubiera un mañana, pretendiendo no tener sueño, extendiendo los argumentos y los anécdotas hasta que el sol nos daba en la cara.

Ya la había visto antes, pero era la primera vez que la veía en realidad. Era la primera vez que notaba, por ejemplo, la soltura de sus movimientos, o sus piernas larguísimas, o el desorden en su cabello, o la mueca que hacía cuando se concentraba. Pero sobre todo, la forma en la que me veía ella a mí, la forma en la que me vibraba, tan completamente diferente. Quise tocarla. Pasar un sólo dedo por la piel de su cuello o apretarle el brazo o qué se yo, hacerla real. Me sentí eufórica y nerviosa, mala combinación. Empecé a cantar mientras aventaba con demasiado esmero los ingredientes de la salsa dentro de la olla e intentaba convencerme que lo que había sentido no era real.

Cuando salí con el plato gigante de pasta en las manos, la encontré en el sillón de mi sala con un cigarro en la mano ocupando, invadiendo, conquistando mi sofá. Ni siquiera sé cómo explicarlo. Era como si su cuerpo hubiera crecido y ocupara absolutamente todo el espacio a mi alrededor. Sonreí como idiota y después de repasar la frase en voz baja, llamé a mis otros dos comensales a la mesa sin tartamudear. Ella volvió a ofrecerme ayuda y se sentó justo frente a mi.

El primer bocado entrando a su boca fue como un pequeño triunfo, sonrió con los ojos y sin decir una palabra. Me sentí estúpidamente orgullosa de haber logrado un sabor que la deleitara y la hiciera sonreír. La cena completa estuve sonriendo, también, más alegre que de costumbre. Empujando continuamente a la parte de atrás de mi cabeza lo que fuera que estuviera sintiendo y adivinando que era imposible evitar cómo todo me regresaba de golpe en una sonrisa idiota cada que su mirada se encontraba con la mía.